IMPULSO/ Edgar Elías Azar
Columnista
A la francesa de 1789, se le conoce como la Revolución de revoluciones. No sin razón, pues vino a cambiar las maneras de comprender al poder político y la sociedad. Ya sabemos todos de su lema “Igualdad, Libertad, Fraternidad”. Entre los franceses, más que un lema, es una forma de vida, una manera de entenderla que han sabido asumir como pueblo, aunque claro, de vez en vez, también sufren mermas en sus anhelos y acuden prontos a repararlas. En ello va su ser y su destino.
Puede ser fácil invocar esas palabras que tanto significan, pero que en veces poco dicen a fuerza de desgastarlas cada día de cada año, en todas partes. Se facturó a propósito de esa Revolución afamada la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, y gracias a los trabajos profundos e inteligentes de los conocidos philosophes de la Ilustración, fue posible mirar, desde entonces, al ser humano plenario, de cara al poder y de frente a su propia sociedad.
En “El espíritu de las leyes”, Montesquieu no sólo afrancesa el principio británico de división de poderes, pues desconfiando de la Corona, otorga a la función judicial -los jueces- la categoría de un tercer poder al lado del Ejecutivo y del Legislativo, buscando su cabal autonomía. También nos dice el ilustrado Barón que: “Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”.
En efecto, si bien no toda ley es justa per se, y eso implica su revisión y adecuación al entorno al que vuelca su vigor, sí todo lo justo, esto es, lo correcto, más allá de consideraciones morales sobre los conceptos del bien y del mal que toca revisarlos a otras instancias, debe ser ley, pues su vocación ordenadora de la sociedad y del poder de dominio lo exigen desde su más profunda naturaleza.
En México hemos sabido avanzar al ritmo de los tiempos de la humanidad; nuestras citas se han cumplido puntualmente sin regateos ni dilaciones. La Revolución Mexicana, con su propio lenguaje, impulsó el lema francés buscando siempre esa igualdad, libertad y fraternidad entre los mexicanos, con el ingrediente primigenio y extraordinario de haber incorporado el sentido social de los derechos fundamentales.
Ahora, en pleno siglo XXI llegamos a otra cita con la historia con decisión y brío. Es hora de que esa Declaración universal de derechos, ahora ampliada y actualizada por el concierto internacional, sea en verdad del individuo plenario, refiero a la especie humana, donde estamos varones, mujeres, homosexuales, niños y ancianos, para sólo mencionar extremos que hoy bien conocemos. Todos y todas, en la espaciosa y anchurosa naturaleza humana están incluidos.
Parece anacrónico y totalmente fuera de lugar que aun persistan pensamientos desde lo más alto que discriminan a ciertas parcelas de esa humanidad; que aún funcionen instituciones que desconocen al ser humano plenario. Que tercamente muchas mentalidades, en nombre de cuestiones que sólo competen a cada persona en sus fueros internos, como la conciencia, creencias y decisiones de vida, insistan en abrir abismos de discordia y enfrentamiento.
Es necesario que nuestra sociedad y nuestras instituciones del Estado adecuen de buena manera, con eficiencia y oportunidad todo lo que impida el libre e igualitario desarrollo y ejercicio de derechos a toda persona por el sólo hecho de serlo, sin distinciones absurdas y realmente malintencionadas. Varones, mujeres, homosexuales, niños y ancianos somos lo mismo, exactamente lo mismo ante los ojos de la ley y la justicia, en tanto seres humanos.
No podemos permitir regateos en derechos ya ganados por la historia. No son tiempos para seguir pensando que los derechos nos los reconoce el Estado y no que los tenemos aún y a pesar del Estado; esa es la fuerza de los derechos precisamente.