IMPULSO/ Edgar Elías Azar
No hace falta haber leído a Hans Kelsen para coincidir con su perspectiva sobre el derecho internacional. El jurista austriaco pensaba que el derecho internacional pertenecía al ámbito metajurídico, pero que no formaba parte, en realidad, de lo que propiamente llamamos ciencia jurídica.
Esto se debe a que, según Kelsen, no hay ni un ordenamiento fundacional que lo respalde, ni nunca existió la fuerza de un pueblo para imponerlo. Es decir, que, al no haber una sanción real ni un sustento fáctico que sustente las normas, todos los actos que violen las normas del derecho internacional no podrán ser sancionados y, por lo tanto, éstas no son normas jurídicas en estricto sentido.
No importa cuánta globalización, ni cuántas instituciones sancionadoras tengamos, todavía existen países, fundamentalmente aquellos con un poder bélico y/o económico superior al promedio, que no se someten a las normas del derecho internacional. Este es el caso, por supuesto, de Estados Unidos. Hace un año, en el 2018, se retiró del Consejo de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y también de la Corte Penal Internacional. Estamos hablando de un país con más de 250 recomendaciones internacionales por violaciones graves a los derechos humanos y un país que está en un claro retroceso en temas relacionados con los derechos de los migrantes, de las mujeres y las niñas, a la protección de datos personales, a la salud y, por si fuera poco, un problema de segregación racial cada vez más preocupante.
No nada más nos debe preocupar la falta de interés mostrada por la administración norteamericana ante las reglas del derecho internacional, sino su retórica y el teatro creado para hacerle creer a la comunidad mundial que ellos cuentan con una comisión interna que vela por los derechos de las personas. Esta comisión, como lo ha denunciado HRW, que selectivamente elige la clase de derechos a los que prestará atención, obviando el criterio de integralidad de los derechos y el principio de progresividad.
Este problema no es una cuestión menor, ni un reclamo únicamente teórico. Para los mexicanos es un tema de la mayor importancia, pues son nuestros compatriotas, por un lado, los que están siendo socavados con armas y violencia en las fronteras del norte de México y, por el otro lado, nuestra debilidad económica y bélica nos ponen en una situación donde nos conviene que el orden internacional esté siendo socavado y minimizado; dependemos de él.
La retórica estadounidense es francamente preocupante. Tan sólo en la segunda reunión del Examen Periódico Universal, se le instruyó a los EU un cambio radical en sus políticas anti-inmigrantes. Fundamentalmente, por los múltiples abusos en las detenciones, la separación de familias, detención de menores, condiciones deplorables en las instalaciones de detención, negación de derechos básicos a los migrantes y un largo etcétera.
En días pasados, la organización HRW, entregó a la Comisión de Derechos Humanos otro reporte relacionado con la situación de los derechos humanos en EU. Sin duda alguna, la Comisión prestará atención y se realizarán las recomendaciones pertinentes. Sin embargo, serán recibidas, según parece, por oídos sordos. Por una nación que no tiene ningún interés para dialogar y, mucho menos, para cumplir con sus obligaciones internacionales, según lo ha mostrado.
Sin duda, de lo único que nos acordaremos será de la conclusión a la que llegó hace décadas Kelsen: si no hay un poder verdaderamente fuerte para obligar a las partes que cumplan con las normas, esas normas, no tienen ninguna validez para llamarse Derecho.