IMPULSO/Catalina Pérez Correa
Artículo
El Plan Nacional de Desarrollo es el documento en el que el gobierno en turno plantea a dónde quiere llegar y las estrategias que va a adoptar para hacerlo. Una de las metas en el plan 2019-2024 es reformular el combate a las drogas. Según el documento, la estrategia basada en la prohibición ha generado violencia, sin traducirse en una reducción del consumo. La alternativa, dice el documento, es que el Estado renuncie a la pretensión de combatir las adicciones mediante la prohibición y reoriente los recursos a programas de reinserción. Se trata de una decisión que debe celebrarse. Bien implementada podría abonar a la pacificación del país.
A nivel mundial, la política de drogas actual ha sido un fracaso en términos de proteger la salud. En 100 años de prohibición el mercado negro de drogas ha prosperado. A pesar de los miles de recursos humanos y económicos que se han invertido en erradicarlo, hoy una gran cantidad de sustancias están disponibles para consumidores de cualquier edad, sin control alguno sobre su concentración, pureza o las condiciones en que son producidas, distribuidas o usadas. Bajo el modelo actual, todo consumo se considera nocivo y justifica el uso del aparato punitivo estatal. En México ha significado el uso de la violencia estatal en contra de sectores completos de la sociedad (normalmente los más vulnerables) y que los escasos recursos destinados a salud sean empleados para lograr la abstinencia total (a veces forzadamente, como con la absurda “justicia terapéutica”). La prohibición además ha comprometido —y mermado— la legitimidad y capacidad de las instituciones de seguridad y justicia. El simple volumen del mercado de drogas y los recursos económicos a los que tienen acceso las organizaciones dedicadas al mercado de drogas, les ha dado la capacidad de reclutar a jóvenes y funcionarios del Estado. Pero, ¿qué implica abandonar el actual paradigma de Guerra contra las Drogas?
Significa que el Estado deje atrás el imposible (e indeseable) objetivo de lograr una sociedad abstemia y tome control del abasto y uso de drogas mediante una regulación responsable. Esta debe permitir a adultos que elijan usar drogas, acceder a ellas de forma legal y segura, con información sobre los riesgos que el consumo conlleva. Además, no debe limitarse a la cannabis, sino establecer modelos regulatorios y de acceso (más o menos restrictivo) para cada sustancia. Regular sólo la cannabis implica aceptar, para otras sustancias, la continuación del mismo modelo fracasado (con todos sus costos, daños y riegos). Pero abandonar el actual paradigma supone, sobre todo, que el grueso de la política de drogas se destine al sector salud: educar, prevenir los usos problemáticos y dar tratamientos para los casos que requieran. Un nuevo paradigma significa pues un viraje para poner la salud al centro, en lugar del ejercicio de la violencia.
Es claro que un cambio de política de drogas no va a resolver por sí misma los profundos problemas de nuestras instituciones de seguridad y justicia o los niveles de inseguridad que vivimos. Pero la política de drogas actual ha justificado la creación de regímenes legales de excepción con lógica de guerra que posibilitan el uso sistemático de prácticas como la tortura, la desaparición forzada, las detenciones arbitrarias y las ejecuciones extrajudiciales. Poner fin a la guerra significa que el Estado detenga la violencia que hoy ejerce en nombre de la prohibición; dejar de usar al Ejército para destruir plantíos, interceptar cargamentos y realizar cateos arbitrarios en carreteras y barrios.
Es de celebrarse que el gobierno anuncie un cambio en la política de drogas, pero además de regular, de dejar de detener capos y erradicar plantíos, se debe desmontar el aparato represivo construido por los gobiernos previos para pelear nuestra absurda guerra. De no hacerlo, dejaremos la prohibición, pero seguiremos en guerra.
Twitter: @cataperezcorrea