IMPULSO/Óscar Mario Beteta
De los necesarios equilibrios del poder
La situación político-electoral que vive el país es de indudable conflictividad y pugnacidad. Sus expresiones extremas se hallan en la disputa por la sucesión presidencial. Y, lamentablemente, no parece que al concluir ese proceso habrán de terminar. En la lista por el máximo poder político, siempre es esperado, y legítimo, que los candidatos apelen a todos los medios para imponerse a sus contrincantes.
Ocurre en todo el mundo. Pero nada garantiza aquí que, terminando campañas, celebradas las elecciones y cantada la victoria para cualquiera de ellos, se estrechen la mano, reconozcan la voluntad del electorado y, pacíficamente, vuelvan a sus actividades. Después de los comicios, previsiblemente, esa guerra continuará.
De uno de los Poderes: el Ejecutivo, esa casi forma de ser nacional, se trasladará a otro de ellos, el Legislativo. La centralidad de este órgano estriba en que constituye la conjunción de la voluntad general. Es la soberanía del pueblo, encarnada a nivel federal, en este caso, en 500 diputados federales y 128 senadores. Convertidos en potestad por el voto ciudadano, los legisladores deberán construir las mejores leyes, mirando por el bien común. Empero, ¿querrán hacerlo los que ahora son candidatos de Morena-PT-PES, si se convierten en mayoría, como prevén las encuestas? ¿Estarán dispuestos a cumplir esa tarea con la participación y aportes a las iniciativas de ley que puedan hacer las demás representaciones?
“El poder no se comparte”, dijo una vez José López Portillo. Y no sería impensable que, si Morena gana el mayor número de curules y escaños, imponga su voluntad en todas las leyes y, en consecuencia, su visión y Proyecto de Nación solo, excluyendo a las demás fuerzas. Los rasgos que lo caracterizan han sido delineados durante años por su candidato presidencial.
Evitar eso sería factible si triunfa otra de las alianzas. Éstas, ahora, no están en perspectiva de llevarse tantas diputaciones y senadurías como para que, en su momento, no tuvieran necesidad de las demás fracciones agrupadas en torno a AMLO. Serían su contrapeso. En el supuesto de una mayoría congresional derivada de la alianza Juntos Haremos Historia, como ha ocurrido con el PRI, primero como hegemónico, ahora como mayoría aliada con partidos parásitos, resurgiría en el Congreso federal, en plena democracia, una auténtica tiranía democrática. Paradójico. Pero posible y legal.
En una línea parecida, podría derivar la pretensión de formar un gobierno de coalición bajo la misma premisa de la no necesidad. Si un partido, por estar mayormente representado en el Congreso, no tiene que compartir el poder con ningún otro grupo, ¿por qué ha de hacerlo? En el escenario de que los candidatos a congresistas federales de la alianza en torno a AMLO sean el grupo mayoritario, y aun aliándose los restantes en su contra, sería imposible que detuvieran una propuesta de ley con la que el gobierno quisiera darle un determinado rumbo al país.
Las leyes lo determinan todo. Además las coaliciones de facto, en México, nunca se han dado mirando al bienestar colectivo; han sido ruinosos acuerdos “en lo oscurito”, han tenido costos inmorales y no se han traducido más que en el bien de las cúpulas. La posibilidad de que con un cambio político radical se reediten esas prácticas, meras transacciones entre, y para, unos cuantos, no podría ponerse en perspectiva, menos aún si las proclamas de honestidad se hiciesen efectivas.
De donde se sigue que, en el horizonte, consideradas las condiciones político-electorales ¡delmo-men-to!, se halla en estado de latencia la formación de una mayoría que, como en el pasado, reciba, apruebe y aplauda las iniciativas del Ejecutivo, las vote en forma tiránico-legal y dé cause a un proyecto del que muchos queden excluidos. ¿Hay alternativa frente a esa nada improbable realidad?
Lo que se avizora, es que, inteligentemente, la ciudadanía elija Presidente de un partido y una mayoría de congresistas de otros; o sea, los de una de las alianzas en competencia. Con eso, dividiría el poder, pondría un factor de equilibro y cancelaría el pernicioso personalismo, el verticalismo y el libre arbitrio presidencial que tanto ha perjudicado a México.