IMPULSO/ Alfonso Pérez Daza
El Tratado de Extradición entre México y los Estados Unidos de América entró en vigor para ambas naciones
s desde el 25 enero de 1980. Se trata de un instrumento de cooperación internacional en contra de la delincuencia que busca evitar la impunidad de los delitos cometidos en un país de donde el probable responsable evadió la acción de la justicia. Claro está que las autoridades norteamericanas no pueden actuar en nuestro territorio, ya que, en principio, sólo pueden ejercer jurisdicción en su propio país y viceversa.
Por tanto, en el caso de que un prófugo logre salir de los Estados Unidos y se esconda en México, la única forma de aprehenderlo es mediante el procedimiento previsto en el artículo 119 de nuestra Constitución Política, que establece: “las extradiciones a requerimiento de Estado extranjero serán tramitadas por el Ejecutivo Federal, con la intervención de la autoridad judicial en los términos de esta Constitución, los Tratados Internacionales que al respecto se suscriban y las leyes reglamentarias. En esos casos, el auto del juez que manda cumplir la requisitoria será bastante para motivar la detención del individuo hasta por sesenta días naturales”.
En virtud de lo anterior, nos parece que la extradición debe entenderse como un procedimiento político y no jurídico. Si bien interviene un juez en la tramitación, lo hace únicamente para garantizar la legalidad de la detención y de la entrega, sin juzgar el caso, precisamente porque el delito se cometió en el extranjero.
Por ello, el análisis jurídico sólo trata de verificar el cumplimiento de los requisitos del tratado de extradición y, por esa razón, no son aplicables los principios del sistema penal acusatorio ya que no se trata propiamente de un proceso penal. A este respecto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha precisado que las relaciones internacionales se rigen desde el principio de buena fe, ya que México debe presumir que los derechos de los extraditados serán respetados, por lo que sólo las razones muy robustas pueden derrotar dicha presunción.
De este modo, en virtud de que las posibles violaciones ocurrirían en la jurisdicción de otro país y que los tribunales mexicanos no están facultados para evaluar las características de los sistemas penales de los países requirentes, ni pueden apreciar con certeza la probabilidad de ocurrencia de las violaciones, solamente el riesgo real de que éstas tengan lugar podría impedir que el Poder Ejecutivo conceda la solicitud de extradición.
En resumen, después de que el Juez de Distrito emite su opinión en el procedimiento administrativo de extradición, el reclamado queda a disposición de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el lugar donde se encuentra recluido, para efectos de que esta dependencia resuelva en definitiva si concede o niega la extradición sin que la opinión del juez la vincule. En congruencia, el juicio de amparo debe armonizar esa colaboración internacional.
En el caso de la cooperación internacional contra la delincuencia organizada entre nuestro país y los Estados Unidos de América resulta ilustrativo el caso de Joaquín Guzmán Loera, alias “El Chapo”, quien fue entregado en extradición en enero de 2017 y, como resultado, sentenciado y encarcelado en el país vecino el pasado mes de julio. Gracias a esto, ya no representa un peligro para México. La existencia de otros líderes criminales nos debe hacer reflexionar, hoy más que nunca, sobre la pertinencia de continuar la colaboración internacional para combatir al crimen organizado en ambas naciones. Con estas acciones, el Estado mexicano ratifica el compromiso en la lucha contra la delincuencia, al tiempo que afirma nuestra soberanía nacional.