Julio 16, 2024
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Ya nos son fáciles los campos del opio mexicano

IMPULSO/ Edición Web/ El Paìs

(Guerrero) 

Las cosas son sencillas en las montañas de Guerrero. En la región más pobre del Estado más violento de México solo hay una ley. La del opio.

 

—Si  siembras, te persiguen; si siembras, te roban. Así pasa siempre.

—¿Y por qué sigue haciéndolo?

—Porque si no siembras, te mueres de hambre. Esa es la ley.

Jaime es un campesino cadencioso. Tiene 33 años y cuatro hijos. Planta amapola desde los ocho. Sabe bien lo que es barbechar, piquear, deshijar y, por supuesto, “rayar la bola” para obtener el látex de la adormidera. El tesoro de la montaña. Lo hace de sol a sol. En campos comunitarios, ocultos en barrancas abismales a las que se tarda horas en acceder. Ahí, en la verticalidad, crecen indiferentes a su propia vorágine los campos de opio. Mares de delicadas flores blancas y rojas por las cuales se corrompe, se tortura y se mata.

No somos los malos, somos los pobres.

AGRICULTOR DE AMAPOLA

—Y cuando recoge la goma, ¿no piensa en la heroína y en las muertes que ocasiona?

—Mire usted, nosotros lo hacemos por necesidad. No somos los malos, somos los pobres.

En la sierra caben pocas dobleces. Ahí arriba, a 2.500 metros de altura, manda el narco. Es el corazón de su imperio. Una accidentada región, con una orografía de cuchillo, cuyas laderas son una bendición para la hermosa papaver somníferum y una maldición para lo demás. “En esa zona reina el caos y la violencia pura; ahí no hay presencia del Estado, ni carreteras ni hospitales; ni siquiera el narco está bien organizado. El mercado de la droga se lo disputan grupos criminales antagónicos”, explica el representante de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, Antonio Mazzitelli. Este agujero negro se ha convertido en el mayor productor de opio de América. De sus profundidades parten los inacabables cargamentos que nutren, por delante del triángulo de oro de Sinaloa-Durango-Chihuahua, al gran devorador mundial, Estados Unidos. Un territorio, de 1.281 comunidades y 50.000 habitantes, donde cualquier paso en falso se paga con la vida. Jaime lo sabe bien.

Ocurrió hace un año, en tiempo de cosecha. Se llamaban Valerio Ciprés y Daniel Landa. Habían ido a la escuela con Jaime; juntos habían jugado con balones descosidos, y juntos, llegados los domingos, habían sentido la mordida del mezcal en la frente. Como todos en la montaña, también cultivaban amapola. Pero un día dijeron a algo que no. Y al otro, desaparecieron. Poco después, sus cuerpos fueron descubiertos minuciosamente desmembrados a lo largo de la carretera que serpentea la sierra.

Si no cumples con la deuda, saquean, secuestran o matan; cuando están a malas no sabes que te pasará, incluso se pueden llevar a tus hijos, para hacerlos sicarios”

No hubo detenciones. Nadie más preguntó. La señal fue entendida en el pueblo. Un año después, apenas se comenta. Ni fue la primera vez ni será la última. Al narco, en la montaña, no se le menciona. El terror borra hasta su nombre. Los campesinos se refieren a una “zona tranquila” para decir que está bajo el control de una organización criminal; hablan de los “compradores” como si fueran simples agentes comerciales, y describen idílicas transacciones regidas por la oferta y demanda. Guerreros Unidos, La Familia, Los Rojos, Los Ardillos… las decenas de clanes y bandas que estragan a diario la región no aparecen en sus conversaciones. De eso no se habla. Y menos en voz alta y a un forastero. Solo pasado el tiempo, después de comer, cuando se camina por la sierra, surgen las indiscreciones.

Jonás, un amapolero cincuentón y de sombrero vaquero, cuenta cómo las organizaciones mafiosas, para ganarse al campesino, pagan por adelantado la goma o prestan al cultivador dinero para sus gastos. “Pero si no cumples con la deuda, saquean, secuestran o matan; cuando están a malas no sabes que te pasará, incluso se pueden llevar a tus hijos, para hacerlos sicarios”.

Aumento de la violencia

Huir de ese mundo opresivo no es fácil. Ninguno de los entrevistados ve un horizonte más allá de la sierra. Jorge tiene 23 años. Abandonó la escuela en primero de secundaria. Casi todos los días, trabaja desde las cuatro de la mañana hasta las seis de la tarde. Reconoce que no sabría qué hacer sin el opio: “De eso comes y vives”. Y cuando se le pregunta por qué no busca empleo en la costa, en Acapulco, la mayor ciudad de Guerrero, ni lo duda: “No hay trabajo para mí, te piden secundaria, idiomas, tendría que pagar un piso, vestir bien, y no tengo para eso”.

Los campesinos forman la base de una salvaje cadena trófica. Sobre ellos depreda el crimen organizado. Primero las bandas locales, luego los intermediarios y, al final, los grandes cárteles. Cuanto más opio, más dinero y más muerte. La agencia antidroga estadounidense (DEA) calcula que la producción de amapola en México se ha disparado un 50% en los últimos cinco años. El efecto ha sido devastador. Las muertes por sobredosis se han triplicado desde 2010 en EE UU, y en el sur, en Estados como Guerrero, la negra tierra de Iguala, todo se ha venido abajo. La sangre mana por doquier y Acapulco, la antigua perla del Pacífico, ya es la tercera ciudad más violenta del mundo. En la sierra, aún es peor.

“No valemos nada. Aquí nos cazan como conejos, y todo porque el cultivo es ilegal”, explica José, de 25 años. Vive en una casa de madera y cartón, con suelo de tierra. Sabe que sus dos hijos se dedicarán a lo mismo que él. Desde que la adormidera llegó a las montañas hace 40 años, la familia no trabaja en otra cosa. “Aquí no hay nada más, eso es lo que tienen que entender”, se justifica.

Un campesino muestra cómo se siembra la amapola entre cultivos de maíz. SAÚL RUIZ

 

 

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