IMPULSO/ Jesús Reyes Heroles G.G.
La campaña lanzada por el gobierno para combatir el robo de combustibles puede analizarse desde muy diversos ángulos, como su eficacia, su integralidad, su oportunidad, entre otros. Pero el aspecto que más preocupa es lo que ha aflorado acerca de la relación entre la población y las autoridades, sobre todo las policías y el ejército. Se han suscitado varios conflictos en los cuales comunidades repelen, agreden, lesionan e, incluso, intentan linchar a miembros de entidades gubernamentales, en particular policiacas.
Con frecuencia se ha argumentado que dichas autoridades actuaron haciendo uso excesivo de la fuerza, y violando derechos humanos, dando lugar a denuncias o demandas en múltiples instancias.
La tragedia de Tlahuelilpan, que arrojó alrededor de 100 muertos, puso en evidencia que la falta de observancia de los mexicanos a disposiciones, ordenamientos y leyes está muy extendida, casi generalizada. Se ha llegado a esto como resultado de un proceso de muchos lustros, que se aceleró durante los últimos.
La preocupación de fondo es el argumento que se utiliza para explicar esa actitud de desobediencia y rechazo de los mexicanos a las autoridades: la pobreza o falta de oportunidades. Es erróneo y peligroso. El verdadero es el efecto del deterioro durante varios gobiernos, de todos los niveles, que reiteradamente se exhiben como incompetentes y/o corruptos. Ésa la causa raíz de esa actitud social.
A pesar de que en las encuestas las fuerzas armadas reciben mayor confianza que otras instituciones, cuando se trata de eventos concretos y puntuales, las fuerzas armadas salen casi tan lastimadas como otras instancias. Lamentablemente, no se aplican matices ni distinciones.
Es de notar que a pesar de que hace pocos meses cambió sustancialmente el balance de las fuerzas políticas del país, y de que AMLO y Morena arrasaron en las elecciones, esto no ha protegido a las instituciones gubernamentales. En esto, las nuevas administraciones están tan vulnerables como lo estaban las anteriores, y ni el aura del presidente de la República ha sido capaz de contener estas confrontaciones.
La sociedad mexicana salió muy dividida de la elección. De los 89.3 millones de inscritos en el padrón electoral (mayores de 18 años), 56.6 millones concurrieron a las urnas. De estos, 30.1 millones votaron por AMLO y su coalición electoral, y 26.5 millones no votaron por él. Sin embargo, entre los que no votaron, también hay un número significativo de simpatizantes de AMLO. Un dato muy revelador en ese sentido es que si bien 56.7% de la población total apoya la estrategia de AMLO contra el robo de combustibles, entre los que votaron por AMLO el apoyo es 98.1%. Por el contrario, entre los que no votaron por él el apoyo es sólo 22.1%. De hecho, los que no votaron por AMLO, la consideran equivocada 77.5% (Consulta Mitofsky, enero, 2019). A pesar de ese apoyo sustancial a la campaña lanzada por AMLO, se han multiplicado por doquier los actos de involucramiento o complicidad con los huachicoleros, sin miramiento alguno al cumplimiento de la ley.
La respuesta del gobierno es muy cuestionable. Primero, el Presidente ha apelado al apoyo popular en su lucha, mismo que, en lo concreto y cuando se da, no pasa la prueba de fidelidad si se presenta la oportunidad de consumir, comerciar e, incluso, de robar combustibles. Esto representa un reto mayor para esta administración, como lo hubiera sido para cualquiera, pues resulta del fracaso del bajísimo civismo y respeto al Estado de Derecho, producto de décadas de una educación deficiente. ¿Es posible remontar en el corto plazo esta dramática realidad, de suerte que la campaña de López Obrador concite que grupos numerosos de la población mexicana se abstengan de participar en el “huachicoleo”? Dado el panorama y mostrando cierta desesperación, el gobierno ya ha recurrido incluso a programas para apoyar con dinero a las poblaciones donde el “huachicoleo” es sustancial. Aceptar que la pobreza disculpa violar la ley, y que ésta debe enfrentarse otorgando apoyos monetarios a las poblaciones involucradas. Es una estrategia que se sabe dónde empieza, pero no dónde desemboca.