Leticia Bonifaz
Pongo como título a este artículo lo que decía una pancarta de la marcha del
pasado 8 de marzo en la Ciudad de México: Vivas, libres, sin miedo. Sintetiza
la exigencia de miles de mujeres: no más feminicidios, no más abuso sexual, no
más acoso, no más violencia.
Otros textos iban en el mismo sentido: “Para que las que están, nunca
falten”, “Si mañana falto yo, préstame tu voz”. O “Somos el
grito de las que ya no están”. “No queremos que nos maten”
“No estamos todas” y el coro estrujante de “Ni una más, ni una
más, ni una asesinada más”.
Una pancarta decía: “Disculpe las molestias, nos están matando”,
acompañada del grito: “Señor, señora, no sea indiferente, están matando a
las mujeres en la cara de la gente”, “Con falda o pantalón,
respéteme, señor”.
Consignas multiplicadas entre miles de mujeres que se fijaron un rumbo. Era
difícil escuchar una voz aislada porque se perdía en el unísono. La marcha fue
construcción de comunidad, de sororidad, de acompañamiento. “No estás
sola”. “Yo sí te creo”. “Mujer, escucha, esta es tu
lucha”.
En la marcha se mostró la pluralidad que somos, pero, de manera muy relevante,
la solidaridad intergeneracional. Las jóvenes marcaron el ritmo. Quienes las
antecedimos en la vida, las seguimos en la marcha. El hartazgo y el coraje son
inversamente proporcionales a la edad. Las jóvenes no van a soportar ya lo que
calladas aguantaron sus abuelas. “Calladita no me veo más bonita”.
Se mezclaron todos los sentimientos. La emoción al ver la unión; la esperanza
al constatar la fuerza; la tristeza por las imágenes y nombres de quienes ya no
están; la ilusión de un futuro mejor.
Nunca antes, con tanta fuerza y por tantas personas sumadas, había sido
cuestionado el sistema patriarcal —que no nació ayer—. “Va a caer, va a
caer”, gritaban los contingentes con alegría. Y, en efecto, se ve más
cerca que nunca el cambio de los roles y patrones que han mantenido a la mujer
subordinada por un lado, y por el otro, en permanente riesgo frente a quienes
aún creen que pueden disponer de nuestras vidas y de nuestros cuerpos como
objetos desechables.
Lo que pasó en estos días no es una página a la que se le pueda dar la vuelta
porque la página es del tamaño de todo México. Las marchas se replicaron en
toda la República y la exigencia y conciencia es nacional. Mi percepción es
que, independientemente de las nuevas políticas públicas que se vayan a adoptar
a nivel municipal, estatal y federal, ya se ganó el despertar de muchísimas
conciencias.
Desde la preparación de la marcha, en muchos hogares se dieron acaloradas
discusiones. La mayoría de ellas terminó sacando a las abuelas —antes
espectadoras— a tomar también la calle. En los días previos a la marcha, el día
de la marcha y el día del paro, se rompió la armonía en varios chats familiares
porque ahí ventanearon al tío o al primo, o una de las integrantes jóvenes
narró experiencias de acoso o algo más en el trabajo o en la calle. Muchas
madres fueron solidarias con sus hijas. En la marcha había pancartas que pedían
el fin de los secretos de familia y sacar a la luz los abusos que por años, con
complicidades, se han encubierto.
El cambio de actitudes yo lo veo posible si cada una de nosotras y nuestros
aliados, incidimos en nuestro entorno inmediato. Una pancarta decía: “Hagamos
del respeto a la mujer una costumbre”. No contar chistes machistas o
misóginos; no espetar el piropo, no proferir el insulto, omitir
descalificaciones por razones de género, ya serían avances significativos en la
conducta cotidiana. La transformación hacia el respeto y la plena igualdad ha
venido siendo paulatina, pero la marcha va a ser un acelerador, un detonante.
La suma de los pasos y la multiplicación de las voces del pasado domingo, más
el silencio del lunes, hicieron visible el potencial que tenemos. Para mí y
para muchas, renació el optimismo.
Twitter: @leticia_bonifaz