IMPULSO/Gabriel Guerra Castellanos
Una tragedia, una crisis humanitaria, un escándalo. Una tormenta política no solo en Washington, pues los reclamos y quejas llegan de todos lados
Las imágenes son desgarradoras. Sus voces, sus llantos, me dejan con el estómago hecho un nudo. Pero el drama de los niños migrantes es mucho más que solamente eso.
Trato de desmenuzar y analizar lo que está sucediendo con la cabeza fría, aunque el asunto me tiene verdaderamente conmocionado.
El fenómeno y el debate migratorio sur-norte estuvo dominado durante décadas por los mexicanos que emprendían camino hacia EU. Con el paso de los años las tendencias se han revertido. La migración neta de México hacia EU es hoy negativa (más mexicanos vuelven a México de los que se van), mientras que la proveniente de Centroamérica se ha disparado de manera exponencial. De acuerdo con el respetado Pew Research Center, del número total de indocumentados viviendo en EU (11.3 millones) menos de la mitad (5.6 millones) son mexicanos.
No es difícil adivinar por qué: México ha estabilizado su economía y evitado las crisis sexenales recurrentes que nos agobiaron entre 1976 y 1994, lo cual ha permitido un lento pero sostenido crecimiento económico y del nivel de vida. Por otra parte, la violencia que azota a México palidece frente a la que sufren naciones como El Salvador u Honduras, por solo dar dos ejemplos. Eso sumado a la fragilidad económica de la mayoría de los países de la región ha impulsado el éxodo de muchos de los suyos.
No es solo la oferta, sino también la demanda, la que juega un factor importante. Hay regiones y sectores de la economía estadounidense que tienen una dependencia casi estructural de la mano de obra abundante y barata que ofrecen los indocumentados. Esta gente viaja ya sea para buscar mejores oportunidades o por la desesperación de saberse condenados a muerte por las bandas criminales o la lucha política en sus países de origen.
La decisión del gobierno de Donald Trump de aplicar una política de “Cero Tolerancia” y separar forzosamente a menores de sus padres si éstos deciden solicitar asilo político o humanitario tiene una intención clara y declarada: disuadir su llegada. El resultado es el que hemos visto: escenas dignas de los campos de internamiento que montó EU durante la Segunda Guerra Mundial para recluir a ciudadanos estadounidenses de origen japonés. Jaulas. Cobijas de aluminio. Niños de 3, 4, 5 años literalmente arrancados de los brazos de sus madres y dejados un poco a lo que el destino burocrático les depare. En muchos casos esto resultará en separaciones de meses, en otros más posiblemente en que se pierdan mutuamente padres e hijos.
Una tragedia, una crisis humanitaria, un escándalo. Una tormenta política no solo en Washington, pues los reclamos y quejas llegan de todos lados. Rebeliones de gobernadores que se niegan a enviar a elementos de la Guardia Nacional para resguardar la frontera en protesta, la condena unánime de las cuatro primeras damas que sobreviven (Rosalynne Carter, Laura Bush, Hillary Clinton y Michelle Obama).
Y la crisis de ética pública, de la moral del Estado pues, que Trump provoca con esto. Las acciones de detención son crueles e inhumanas. Buscan castigar a los menores por las acciones de sus padres. Generan daños sicológicos y emocionales que tardarán años, décadas en sanar. Buscan generar presión política sobre la oposición demócrata para que aprueben la “reforma” migratoria que Trump quiere. Pero todo eso a un costo: la autoridad moral de su país.
Solo hay algo que me impacta tanto o más que las terribles imágenes y las voces de los niños desamparados e indefensos: las de quienes buscan justificar esos actos, de culparlos a ellos y a sus padres, de indignarse por las condenas. No sé, no me imagino, qué clase de persona puede hacer eso. Lo que sí sé es que con ese tipo de gente —los que aceptan esas acciones, que defienden lo indefendible— se construyeron las más crueles dictaduras de la historia moderna.
Les llamaban “colaboracionistas”.
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