IMPULSO/Rodrigo Sandoval Almazan
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Me han visto muchas veces. Han querido tomarme fotografías pero no lo han logrado. Algunos se espantan por que sienten mi mirada otros por que saben que he pasado cerca de ellos. Unos más me miran aterrorizados y corren a decirle a su mejor amigo, al guardia, a la secretaría, pero nadie nadie ha negado mi existencia.
Mi deambular comenzó cuando termina de construirse el palacio, cuando fué casa de O’Donojú, ese pequeño virrey de la nueva España que entregó el país a los naturales. Ahí fué cuando aparecí por primera vez, mirando como las turbas apedreaban el palacio, como golpeaban la puerta de la entrada y cambiaron los rostros de los habitantes del lugar. Ahí estaba yo viendo sin que me vieran, oyendo sin que me oyeran, riendo sin reír.
Por fin, me daba cuenta de que carecía de cuerpo. Había sido enterrado en los cimientos de la construcción de aquel majestuoso edificio. Lo recuerdo vagamente, trabajaba en el lugar y uno de mis empleados me traicionó. Para ocultar su pecado me arrojó a uno de los pilares y ahí está mi lugar de descanso permanente, quede sellado para siempre con Palacio Nacional.
Me ha tocado ver tanta historia, tanta traición, tanto duelo que me siento parte de este país y de su futuro. Este ha sido el castillo del poder. Pero también de las conspiraciones palaciegas. Ya se imaginan lo que escucho cuando se acercan a las paredes, cuando cierran sus oficinas para conversar en secreto, para aumentar su poder o para tirarle al otro sus proyectos, sus promesas. Nadie lo sabe aún, pero conozco hasta los tratos más secretos que se han ventilado en ese lugar y ellos lo saben, soy esa sombra que vieron fugaz y a la que tal vez no le dieron importancia.
Aún recuerdo a Don Benito, los pocos meses que estuvo por aquí. Siempre trabajador y austero, que cerraba su oficina hasta entrada la noche para redactar miles de cartas, edictos y demás. Al general Porfirio Díaz que tenía controlado todo y todos, era férreo con el poder y con los hombres, pero tal vez por eso fue el que ha durado más, por que a pesar de todo quería a México, ese profundo amor no lo he logrado ver de nuevo en nadie. Recientemente una bola de ladrones ha entrado a ocupar estas sagradas habitaciones del poder, ha estado rodeado de pillos sin escrúpulos que han vaciado las arcas del país una y otra vez.
Incluso los he visto que le han echado el ojo a cuanto cuadro histórico o marco de oro puedan ver que hay en las habitaciones del palacio para llevárselo. No cambia de pared sino de manos.
Ahí los ven los ojos negros negros de Guerrero, Iturbide y todos esos revolucionarios de la independencia que apenas pisaron estas paredes para descansar y morir con honores. Me habría gustado verlos ocupar el escritorio de Juarez o la silla de Díaz que usaban para sus reuniones de gabinete y dar órdenes o tomar decisiones tan difíciles para organizar un país en ciernes, pero no los ví a ellos, sino a sus secuaces, a esas intrigas militares y palaciegas que los destruyeron al fin.
Seguro ustedes lo recuerdan cuando llegaron los revolucionarios. El bandido de Villa cuyas turbas destrozaron paredes y muebles, a los mismos que espantaba en las noches cuando dejaba que me vieran para que se fueran. Ellos, los que comieron en las vajillas chinas y se repartieron cervezas en las salas de juntas, los que se rieron del poder, terminaron muertos días después. Caballos y carabinas al piso cuando los de Venustiano Carranza les masacraron.
Ese mi Doroteo Arango, quien lo viera de presidente en la silla del águila. Nada que ver con Zapata, quien respetuoso de la investidura presidencial, solo quería que lo dejaran trabajar en sus tierras, lo que quieren todos, pero apenas unos cuantos lo han logrado. Por las noches me vieron y ni se inmutaron, saben el valor de las sombras y que la muerte les rodeaban.
No como ahora. Que ufanos priístas y panistas se han repartido el poder y no han podido mantenerlo. Los he visto llorar en los escritorios, desesperados por que han perdido su vida en estas salas, todos entran muy ufanos, soberbios, enaltecidos y terminan humillados por el pueblo. En todos estos siglos, en todos estos gobiernos, en todos estos golpes de estado, no he visto que nadie salga victorioso de Palacio. A lo mejor es un lugar maldito.
El pueblo es ingrato. Solo le interesa comer. A todos les gusta el poder, a todos les gusta tener su oficina en palacio y su extensión telefónica. Si los vieran cuando llegan, les brillan los ojos, parecen niños con juguete nuevo, viendo que cuadros cambiar, qué paredes pintar. Secretarías, secretarios, personal militar y de limpieza ya están acostumbrados a mi presencia. Ellos no. Los políticos presienten que alguién los observa. Y en su paranoia quieren todas las luces prendidas y hasta pistolas guardan en cajones y escritorios: “solo por si acaso” como si pudieran matar a la sombra del poder de un plomazo.