Arturo Sarukhán
La mayoría de los mandatarios que enfrentan problemas políticos internos
tienden a buscar distractores mediante la política exterior, y Donald Trump no
es la excepción. Arrancó enero con el asesinato del general iraní Qasem
Soleimani y termina con la presentación de un plan de paz entre israelíes y
palestinos. No es coincidencia que todo esto esté sucediendo con un presidente
inserto en pleno proceso de destitución política. Pero lo que se dio a conocer
el martes pasado en la Casa Blanca fue, en el mejor de los casos, una campaña
de relaciones públicas, no un plan de paz. Incluso podría argumentarse que con
Jared Kushner al frente del proceso, el magnate y su yerno en realidad lo que
armaron, fieles a su ADN, es un paquete inmobiliario.
Le da a Israel todo lo que quiere y concede a los palestinos todo lo que a
Israel no le importa, y lo llama “paz”. No hay nada estable o viable
en la quimera que Trump ha puesto sobre la mesa. La propuesta implica la
entrega de territorio a Israel a cambio de una colección de cantones dispersos
constituidos como un supuesto Estado palestino, todo espolvoreado con un
edulcorante de $50 mil millones de dólares en asistencia para los palestinos.
Los criterios para la formación de un Estado palestino incluyen la
desmilitarización, incluyendo el loable desarme de Hamas, el grupo terrorista
en control de la Franja de Gaza. Otra condición es la creación de un
“sistema de gobierno con una constitución que establezca un Estado de
derecho que garantice libertad de prensa, elecciones libres y justas, respeto a
los derechos humanos, protecciones para la libertad religiosa y para que las
minorías religiosas observen su fe, la aplicación uniforme y justa de la ley y
los derechos contractuales, el debido proceso legal y un poder judicial
independiente.” En otras palabras, los palestinos deberán alcanzar niveles
de gobierno que ningún país en Medio Oriente —incluidos aliados clave de EU en la
región como Egipto y Arabia Saudita y a excepción de Israel— posee. Y muchos de
estos países, con importantes lazos económicos y militares con EU, no querrán
dañar las relaciones con Trump al rechazar o criticar su plan, sobre todo
cuando están pensando en un enemigo común: Irán.
Normalmente cuando haces la paz, tienes que hacerlo con tus enemigos. Detrás de
un documento concebido sin ningún aporte palestino, hay motivaciones facciosas.
Un primer ministro y un presidente en plenos procesos acusatorios se pararon
ante el atril en la Casa Blanca fingiendo que lo único que los motiva es la
paz. De hecho, lo que les importa es la política. Es difícil no concebir tanto
el contenido como la coyuntura de la presentación del plan como un esfuerzo de
Trump para ayudar a Netanyahu en las elecciones israelíes dentro de cinco
semanas, y, más que eso, un esfuerzo de Trump para ayudar a Trump: apuntalar el
apoyo de evangélicos y Republicanos conservadores a su reelección.
La esencia de la lógica estadounidense parece ser que un acuerdo
“realista” debe reflejar el hecho de que Israel esencialmente ganó el
conflicto israelí-palestino. El mensaje subyacente y palmario del plan a los
palestinos conlleva un dilema y una realidad geopolítica: Washington está
diciendo que después de tres décadas de rechazar mejores ofertas de paz que
esta, están en peligro de ser abandonados por las naciones árabes que decidirán
ir hacia adelante y normalizar —ante el temor de una hegemonía subregional
iraní— sus relaciones con Israel.
Estados Unidos alguna vez defendió el derecho internacional para gestionar las
relaciones internacionales. Hoy promueve la ley hobbesiana de la jungla donde
cada país se defiende por sí mismo y el más poderoso se impone al más débil.
Los perdedores son los palestinos y todos aquellos que pensamos que la única
forma de salvaguardar el futuro de Israel como Estado judío, plural,
democrático y seguro es crear un verdadero Estado palestino viable con
soberanía sobre la mayoría de la población árabe entre el río Jordán y el
Mediterráneo.