IMPULSO/ Walter Astié-Burgos
Internacionalista, embajador de carrera y académico
Como Estados Unidos pretendió ser distinto a las monarquías europeas, en las que privaba la división de clase, raza y religión, en la Declaración de Independencia de 1776 se precisó “que todos los hombres son creados iguales.” Empero, se mantuvo la odiosa institución colonial de la esclavitud, y se despojó y masacró a los indios nativos. Contradictoriamente, en la naciente democracia prevaleció la torcida idea de la Europa imperialista sobre la superioridad del hombre blanco. El racismo se arraigó con fuerza, ya que incluso nuevos migrantes blancos fueron considerados inferiores, como irlandeses, italianos, centro europeo y en ciertos periodos a los alemanes. La religión formó parte de la discriminación: los protestantes menospreciaron a católicos, judíos y musulmanes.
Se sostuvo que la nación era un “melting pot” que asimilaba armoniosamente diferentes razas y culturas, pero la profusa mezcla de sangres no impidió surgieran ficticios estereotipos racistas destinados a afianzar el predominio de un grupo social. Se proyectó la falsa imagen hollywoodesca de que es un país de gente rubia de ojos azules, pero quienes hemos vivido en EU constatamos que la mayoría de los blancos no son rubios. Un extremo de esa pretensión se aprecia en los templos cristianos, donde Jesucristo es representado como rubio tipo Hollywood, y no como alguien de tez oscura procedente del Medio Oriente. Con ello se busca justificar la hegemonía de los WASP (White anglo-saxon protestant), que supuestamente descienden de los colonos ingleses (¿?), físicamente se parecen a Dios, y tienen la misión de preservar un estilo de vida y valores que no deben ser desvirtuados por otras influencias culturales. Esa visión supremacista choca con la realidad de que EU es una nación de migrantes de todo el mundo, multirracial y multicultural: 60% son blancos, 20% hispanos, 13 % negros, 6% asiáticos y 0.7 indios nativos.
El racismo siempre presente se ha exacerbado por varias razones, destacando cinco de ellas. En primer lugar, por el temor al inevitable cambio demográfico: la disminución de los “caucásicos” hará que en 2060 solo sean el 40% del total, en tanto que los hispanos más del 40% En segundo, por el malestar respecto a las políticas progresistas de “affirmative action” impulsadas desde la época de Kennedy para favorecer el avance de las minorías, pues los blancos consideran que los han perjudicado. En tercero, la brutal crisis económica de 2008-2009 que pauperizó los niveles de vida de la clase media y baja blanca. En cuarto, la elección de Barack Obama que puso fin al monopolio blanco de la presidencia. En quinto, la cruzada de los WASP de extrema derecha, ultranacionalistas y supremacistas para frenar los cambios y perpetuar su predominio político y económico.
Explicablemente, ese contexto favoreció la elección Donald Trump. Aunque pertenece al 1% que ha acaparado la riqueza en detrimento de sus seguidores, oportunista, populista y demagógicamente les ofreció lo que querían escuchar. Rompiendo la civilizada tradición de ser políticamente correcto, recurrió al discurso excluyente, nativista, ultranacionalista, xenófobo, antinmigrante que le dio popularidad, pero despertó los demonios del racismo, del odio y la intolerancia. Los resultados están a la vista: una nación polarizada y enfrentada en la que irracionalmente se matan unos a otros, que igualmente conduce un absurdo conflicto, tanto con sus aliados y socios, como con rivales, enemigos y shit-hole countries. Lo que importa a los populistas de moda, son sus intereses, ambiciones y estrafalarios e irreales proyectos, sin importarles el daño que causen a sus países para satisfacer su vanidad, narcisismo y egolatría.