IMPULSO/ María Elena Morera
Columnista
Los primeros 100 días del nuevo gobierno se han caracterizado por: un discurso y por acciones que lastiman nuestros derechos y lastiman a nuestra democracia. De hecho, se han provocado discusiones que creíamos ya superadas, en un Estado constitucional democrático: el valor de la independencia judicial y de los órganos constitucionales autónomos, el carácter civil de las instituciones de seguridad pública, y el reconocimiento de las organizaciones sociales como actores, no sólo válidos, sino necesarios para los procesos de deliberación democrática, por mencionar algunos de los temas más relevantes.
Específicamente en el ámbito de la seguridad y la justicia, hay aspectos sumamente preocupantes. Por un lado, se mantiene la militarización en las labores de seguridad pública, continuando con el abuso que se hace de nuestras Fuerzas Armadas y relega, si no es que olvida, la construcción de una vía civil para recuperar nuestra seguridad. La oposición logró eliminar algunos de los aspectos militaristas más preocupantes de la Guardia Nacional, pero a cambio de afianzar constitucionalmente la actuación de las Fuerzas Armadas en seguridad pública por los siguientes cinco años. Además, cabe recordar que la militarización transcurre también por otros carriles: con incrementos presupuestales para la Sedena, o con proyectos como el aeropuerto de Santa Lucía, o mediante la coordinación operativa de las fuerzas de seguridad en todo el país. Todo lo anterior, en detrimento de una auténtica reforma policial civil, dadas las amputaciones que está padeciendo la Policía Federal y los recortes a presupuestos esenciales para el desarrollo de policías locales.
En cuanto a la justicia, las recientes designaciones para la Suprema Corte de Justicia o las críticas generales a los jueces por “liberar delincuentes”, muestran un desprecio a las garantías judiciales más básicas, tales como la presunción de inocencia y el debido proceso. En el mismo sentido va la ampliación del catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa; es decir, prisión automática, porque también descarta la presunción de inocencia; porque significa una intromisión en la esfera del Poder Judicial retirándole a los jueces la facultad de evaluar caso por caso cuándo amerita encarcelar a alguien sujeto a proceso; porque facilitará mayores atropellos en contra de los más vulnerables (¿primero los pobres?); porque perpetuará los vicios e insuficiencias de policías y ministerios públicos; y porque, por si fuera poco, abrirá un ominoso espacio para utilizarla en contra de quienes sean considerados “enemigos” políticos. De hecho, la prisión automática atenta contra el espíritu garantista de la reforma penal en la que con enormes trabajos e insuficiencias se ha embarcado el país la última década. Para decirlo rápido: en México, ya todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario. Podremos ponerle cualquier nombre, pero esto no merece llamarse justicia.
Hay quienes ven, en los tiempos que corren, un intento por recrear el pasado. Quizá estamos asomándonos a algo diferente: a la construcción de un régimen y un estilo de vida derivados de una imagen de un México idealizado que nunca existió. Y no habría mayor problema con eso, siempre y cuando no significara la reducción de nuestros derechos y libertades. No debemos, o más bien no deberíamos olvidar nunca que esas conquistas, junto con las instituciones que las hacen posibles, no se construyeron de a gratis; costaron mucho en términos de tiempo, esfuerzos, sufrimientos y vidas. Si lo que se quiere es consolidar nuestra democracia, lo que debería procurarse es cómo defender esos derechos, cómo ampliarlos y cómo fortalecer nuestras instituciones. Si eso es lo que se quiere, habría que rectificar el camino. Pero, ¿es eso lo que se quiere? Qué grave que tengamos la duda.
Twitter: @MaElenaMorera