IMPULSO/ Mario Maldonado
Consulté a tres empresarios sobre el perfil de Ricardo Anaya, les pregunté cómo lo ven en materia económica, los tres coincidieron en que es un político preparado, bien articulado, bueno para debatir y que podría entrarle de lleno a los casos de corrupción que el Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto no ha querido atender.
Sin embargo, dijeron, su talón de Aquiles podría ser la economía. El precandidato de la coalición Por México al Frente no ha dado a conocer, formalmente, un plan de gobierno ni propuestas claras en materia económica, salvo la del Ingreso Básico Universal, mediante el cual pretende que todos los ciudadanos reciban una cantidad de dinero mensual por el sólo hecho de ser mexicanos.
De acuerdo a Anaya, dicho ingreso reduciría la pobreza y la desigualdad. Por una parte, dijo, se eliminaría lo que se conoce como “trampa de la pobreza”, la cual se refiere a que los beneficiarios de los programas sociales saben que si salen de la pobreza dejarán de recibir los apoyos y por ende siguen inmersos en ella.
Otras de las bondades de esta renta básica, según el panista, son que se eliminarían los costos burocráticos de los programas sociales, ya que el dinero llegaría directamente a la gente, y con ello las tentaciones de los partidos de comprar el voto a cambio de los apoyos, una práctica muy ligada al PRI.
Asimismo, convertiría en automático a todos los ciudadanos en sujetos de crédito. Esto generaría un espiral positivo en la economía, pues estimularía el mercado interno y a los emprendedores. La propuesta de Anaya no es del todo descabellada, pues modelos similares se aplican en países de la Unión Europea y han dado buenos resultados.
Sin embargo, es populista y suena a promesa de campaña que no se va a cumplir. No sólo porque debería de ir acompañada de una profunda reforma fiscal —la cual costaría trabajo lograr con un Congreso dividido—, sino porque para ejecutarla tendría que hacerse una reingeniería total del gasto público, lo cual podría ocasionar inestabilidad en el corto plazo.
Como hemos expuesto en las dos entregas anteriores, en las que se analizaron las propuestas económicas de los otros dos precandidatos más relevantes: el de la coalición PRI-PVEM-Panal, José Antonio Meade, y el de Morena-PES-PT, Andrés Manuel López Obrador, la política económica que lleve a cabo quien resulte Presidente de México en los comicios de julio será de suma importancia para enfrentar los efectos de la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la reforma fiscal de Estados Unidos.
La gran pregunta que se hacen los críticos de Anaya sobre su propuesta en torno al Ingreso Básico Universal es cómo va a financiarla y cuánto va a costar.
La respuesta del precandidato de la coalición Por México al Frente es que será con la reorientación del gasto público, con medidas de austeridad, reduciendo la corrupción y eliminando los privilegios de altos funcionarios.
El cómo lograrlo suena muy parecido al proyecto de Andrés Manuel López Obrador, quien propone una reforma fiscal cuyo eje central sea la reducción y reasignación del gasto público corriente, así como mediante el combate a la corrupción que le cuesta al país 347 mil millones de pesos al año, casi 10% del PIB.
Según Meade, quien calificó a Anaya como un analfabeta de las finanzas, la propuesta de la renta básica universal pretende echar mano de los excedentes presupuestales, es decir, los remanentes del Banco de México, lo cual, dijo, es muy “irresponsable”.
El problema de ambos planteamientos —que sin embargo suenan convincentes para los millones de mexicanos hartos de la corrupción, la impunidad y los derroches de partidos, del Presidente, de los legisladores, líderes sindicales y demás— es que parecen no tener una base sólida y más bien huelen a propuestas de campaña.
Es cierto que la próxima Administración federal debe plantear una nueva reforma fiscal y darle un giro a la política económica que solamente ha traído estabilidad, pero un crecimiento económico mediocre. Es cierto que hace falta darle un giro de 360 grados a la política social, que poco ha funcionado para combatir la pobreza y que mucho ha servido para desviar recursos.
Ojalá que hubiera soluciones mágicas, pero los cambios estructurales deberán estar bien fundamentados.
No obstante, frente al panorama de desasosiego que le depara a los mexicanos en el 2018 —por lo poco atractivo de sus precandidatos—, Anaya podría tener una ventaja que capitalizar: el hartazgo de las nuevas generaciones y los 14 millones de jóvenes que tendrán derecho a votar por primera vez.
Es poco probable que los ‘millennials’ piensen en votar por Meade o por López Obrador. Las encuestas apuntan a que sólo 40% de esos 14 millones de jóvenes van a votar, pero el escenario podía cambiar; allí está la oportunidad del impulsivo “joven maravilla”.