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AMLO: del fundamentalismo al pragmatismo
Salvador García Soto

Muchos se preguntan si el Andrés Manuel López Obrador del 2006 cambió en algo con relación al del 2018. Y sí hay cambios evidentes en el comportamiento y el estilo de hacer política del aspirante presidencial; no abandonó la formas verticales y autoritarias de ejercer su liderazgo político, pero sí moderó su carácter, al menos en público, donde sus expresiones ya no son tan soberbias como las de aquel candidato que hace 12 años pecaba de confiado y se sentía anticipadamente presidente.

La intolerancia lopezobradorista, resumida en la actitud de que la pureza está conmigo y la mafia contra mí y en los que me critican, persiste. Pero el cambio más importante en el político que desde hace un año lidera las encuestas rumbo a la Presidencia, es el pragmatismo manifiesto con el que ahora maneja su política de alianzas:

“Si ellos deciden, tienen las puertas abiertas en Morena, nosotros no vamos a cerrar las puertas, no vamos a rechazar a nadie”, decía ayer el candidato que hoy, a diferencia de hace 12 años, no tiene restricciones de principios ni fundamentalismos que le impidan pactar y recibir apoyos en el objetivo de ganar la Presidencia.

Y así priístas, panistas, perredistas, evangelistas, del Verde, guras de derecha, de izquierda, del deporte, del espectáculo, el empresariado o de cualquier geografía son recibidos en Morena. Una inclusión tan abierta, que levanta críticas y cuestionamientos de quienes no entienden tanta diversidad en un movimiento donde todo origen o pasado político de quienes llegan a él, se borra y “purifica” por adherirse y apoyar al “cambio”.

Muy lejos quedó aquel López Obrador que a inicios de 2006, cuando las encuestas le daban más de 10 puntos de ventaja, se negó a aceptar la alianza que le proponía la poderosa lideresa del magisterio, Elba Esther Gordillo. “Recíbela, platica con ella 5 minutos y ve qué te propone, la necesitamos para ganar”, le repetían el fallecido Manuel Camacho Solís y Ricardo Monreal.

“No, díganle que nos vemos el 3 de julio…Si me reúno con ella serían los 5 minutos más caros de la historia; me costarían 5 puntos del PIB”, respondía sarcástico el entonces candidato del PRD. Igual respuesta les mandó a varios empresarios, de las cúpulas financieras, que pidieron verlo en aquella campaña con la intención de sumarse a su proyecto, y también a varios gobernadores del PRI, rebeldes contra Roberto Madrazo, que lo buscaron sin éxito.

“Díganles que con gusto los recibo el 3 de julio”, contestó al pacto que le ofrecían los mandatarios estatales, los mismos que después apoyarían a Felipe Calderón en sus estados y serían decisivos para su triunfo.

Era un López Obrador tan seguro y confiado de que ese 3 de julio amanecería siendo presidente electo de México, que en su rechazo a las alianzas y pactos con personajes externos, llegó a decir en privado a sus más cercanos: “Si para ser presidente tengo que sacrificar mis principios, prefiero no ser presidente”.

El de ahora ya no tiene pruritos ni remilgos para aceptar apoyos, pactos o respaldos. “Están abiertas las puertas de Morena. Bienvenidos todos los hombres y mujeres que quieran un cambio de verdad”, dice. Pero no todo es “buena voluntad”.

El fundamentalismo de principios y la cerrazón a cualquier apoyo o adhesión externa dieron paso al más puro pragmatismo en el objetivo de ganar.

Ése es el cambio más visible de Andrés Manuel López Obrador: que aprendió la lección de que, para sentirse presidente y actuar como tal, primero hay que ganar la Presidencia.

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