IMPULSO/Agustín Basave
El Instituto Nacional Electoral adoptó un peculiar criterio para tematizar los debates entre presidenciables. En la agenda del primero concentró dos de los tres grandes problemas nacionales —corrupción e inseguridad— y en la del segundo mezcló comercio exterior e inversión, seguridad fronteriza y derechos de los migrantes, y llamó al tema genérico “México en el mundo”.
El título es mejor que los subtítulos y abre la puerta a una discusión más amplia, por aquello del famoso recurso de Pepito y los fenicios, lo cual es provechoso. Es importante escuchar las posturas y propuestas de los candidatos en el ámbito internacional, porque nuestro próximo presidente no gobernará en el vacío.
En el mundo actual nadie puede aislarse (ni siquiera los Estados Unidos de Trump) y nadie debe integrarse sin procurar algún cambio en la correlación de fuerzas (con la posible excepción de las potencias).
La globalifobia instiga ingenuidad y la globalifilia incuba torpeza. Lo mismo si se repudia que si se aplaude la globalización, se debe pugnar con astucia y sagacidad por sacar el mayor provecho posible al (des)orden mundial; nunca ensimismarse ni ignorar un entorno que impacta en todos los rincones del planeta, nunca dejarse avasallar ni actuar con pusilanimidad.
En suma, ni Estado aislacionista ni furgón de cola global.
A Andrés Manuel López Obrador no le interesa mucho lo que ocurre fuera de México. No impulsaría una política exterior activa, porque la ve como una suerte de reflejo residual de la política interior (alto perfil hacia adentro, bajo perfil hacia afuera). El problema es que eso ya no es posible ni conveniente. A nuestro país le va a ir mal si no participa intensamente en foros multilaterales, o si desdeña sus relaciones bilaterales.
En el trato con la Presidencia de Donald Trump, por ejemplo, es imperativo hilar fino. Aunque son fundamentales, las acciones persuasivas personales no bastan (de hecho, a veces se vuelven estorbos) para el entendimiento y el respeto entre dos naciones, especialmente con alguien tan voluble y difícil como el actual presidente estadounidense.
En todo caso, quien gane la elección del 1 de julio no podrá darse el lujo de relegar los asuntos internacionales a un segundo plano; a querer o no, deberá atenderlos e involucrarse directamente en ellos.
José Antonio Meade está en el otro polo. La lápida del priñanietismo que carga no solo está hecha de corrupción, violencia y desigualdad: contiene también el peso de la sumisión a Donald Trump por parte de Enrique Peña Nieto. Tampoco en esto es capaz Meade de deslindarse, y cada vez que defiende el entreguismo de este gobierno se hunde más.
Los mexicanos no olvidamos la humillación que nos causaron sus mentores (Peña Nieto y Videgaray) al hacerle al entonces candidato republicano, para efectos prácticos, un acto proselitista en Los Pinos, cuando su campaña iba a la baja y su antimexicanismo al alza.
Su apuesta por el triunfo de Trump y la soberbia del hoy canciller de no reconocer ese error histórico los ataron a la ignominia: en vano afán de vender la sandez de que para México resultó conveniente la presidencia trumpiana, no han escatimado abyecciones: le consienten, le dan todo lo que exige sin pedir nada a cambio, en detrimento de los mexicanos que viven aquí y más de los que viven allá.
Y el candidato oficial se suma a la pantomima de su jefe, quien hace mes y medio fingió engallarse ante el envío de la Guardia Nacional a la frontera y pidió a su gabinete analizar nuestra cooperación con Estados Unidos en busca de acciones para restringirla que jamás se atreverá a ejecutar.
Ricardo Anaya gana el segundo debate. No solo porque es el mejor polemista, sino sobre todo porque entiende la relevancia de las relaciones exteriores, porque está comprometido con nuestros migrantes y porque puede lidiar eficazmente con Donald Trump. Anaya sabe cómo gobernar a México en la globalidad y sabe cómo recuperar la dignidad nacional que este régimen ha perdido.