IMPULSO/Lourdes Morales
Artículo
“Gobierno rico, pueblo pobre”, con esta frase, el candidato electo, Andrés Manuel López Obrador, ha diagnosticado una parte del desigual ejercicio del poder en México. No le falta razón en señalar el uso y abuso que algunos funcionarios hacen con los recursos públicos. La utilización de vehículos y aeronaves oficiales con motivos personales, los viajes familiares o el pago de servicios de lujo a cargo del erario ilustran el mediatizado catálogo de los excesos.
En el fondo, el equilibrio entre cargos electos y burocracia, entre los que acceden a un cargo de naturaleza política y los que cuentan con los atributos para lograr el buen desempeño de las administraciones, es una de las ecuaciones no resueltas en democracia. Durante la primera alternancia en la Presidencia de la República, se ensayaron políticas de austeridad cuyos resultados fueron limitados. La gestión de Vicente Fox se estrenó con la liquidación de los yates “Ollín” y “California”, la venta de cuatro aeronaves y el remate de una casa de descanso en Acapulco, entre otras cosas. El entusiasmo duró lo que dura en la memoria colectiva un titular de prensa.
Bajo el sello de una agenda de buen gobierno, inició entonces un relevo de personal en la administración federal. Los perfiles reclutados por cazadores de talento, muchos de ellos con poca experiencia en administración pública, mantuvieron intacto el acuerdo del reparto de posiciones de mayor relevancia. Con un Congreso adverso, se lograron algunos avances en transparencia y una ley de servicio civil acotada que no concluyó en la modernización que se quería. En la administración de Felipe Calderón, se repitió la fórmula del decreto de austeridad. Los salarios para altos funcionarios, incluido el Presidente y secretarios de Estado, se redujeron 10 por ciento, así como el presupuesto de las agencias federales, generando un ahorro que fue destinado a programas sociales. Sin embargo, la política de compadrazgos y la fidelidad personal por encima de otros criterios fueron los que guiaron el reclutamiento de esa administración.
En los primeros meses de la gestión de Enrique Peña Nieto, como de costumbre, los panistas cedieron plazas y puestos a la recién llegada élite política. Hubo entonces otro decreto de austeridad. Se estableció la eliminación de algunas plazas, la restricción en la contratación de personal eventual y por honorarios, así como la supuesta reducción de recursos en viáticos, convenciones, gastos de representación y uso de vehículos. Cuando no fueron obligados a renunciar bajo acuerdo para evitar litigios laborales, los pocos funcionarios que conforman los distintos servicios civiles sobrevivieron en sus cargos o evolucionaron en sus carreras con base en méritos y capacidades, pero la mayoría de puestos siguieron siendo botín del partido político en el poder.
Dentro de lo poco que se sabe sobre la administración que viene, se ha dicho que habrá una nueva política de austeridad. No hay claridad sobre qué méritos, qué características y qué criterios habrá para que los mejores perfiles, los más preparados y, sobre todo, los que constituyen la memoria viva de las instituciones permanezcan en cargos de responsabilidad. La oportunidad para modificar la falla de origen de las administraciones no se había presentado en mucho tiempo. Aun así, lo que sí se sabe es que nuevamente se venderán activos del gobierno, que se promoverá, una vez más, otra política de austeridad y que se reducirá todavía más el salario de quienes en la última década han perdido su poder adquisitivo por medidas que buscan la espectacularidad política. Bajo este escenario, y como dice Ken Follett, la integridad no podrá ser más que una espada con una empuñadura maltrecha: “sólo podrá blandirse al momento en el que se ponga a prueba”.