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Revuelta contra la gobernabilidad

IMPULSO/Jesús Reyes Heroles G.G.

El deterioro del ambiente social durante los últimos meses ha sido captado por diversos instrumentos demoscópicos. Las expresiones iniciales fueron la continua disminución de la aprobación de la gestión del presidente Peña y su Gabinete. También fueron manifestaciones de un deterioro de las expectativas económicas, políticas y de seguridad pública.

Es explicable que los analistas hayan asociado esta evidencia con un deterioro de la gobernabilidad, atribuyéndolo a un desempeño insatisfactorio del Gobierno y sus instituciones.

Sin embargo, la evidencia más reciente enriquece, en cierto modo, corrige esta interpretación, la nueva evidencia permite analizar la gobernabilidad distinguiendo dos aspectos, primero, el de la capacidad del gobierno para gobernar; esto es, definir el proyecto y rumbo del país, resolver problemas centrales, así como convocar y coordinar acciones de la sociedad; segundo, la disposición de la población para ser gobernada. Esto es, acatar el Estado de Derecho, participar en los asuntos públicos y generar legitimidad.

La encuesta GEA–ISA de marzo aporta valiosos elementos para dimensionar ambos aspectos, pero sobre todo, la disposición de la población para ser gobernada. Los resultados son muy preocupantes: 52% de la población evadiría pagar impuestos, y 53% está de acuerdo en comprar gasolina en “expendios no regulares”.

El impacto negativo de la inflación, la depreciación del tipo de cambio y del “gasolinazo” se deja sentir, no sólo en el rechazo de la población a ser gobernada, sino también en el descrédito de las “reformas estructurales” impulsadas por el presidente Peña Nieto. En marzo de 2016, sólo 20% de la población rechazaba la reforma educativa, 25% la de telecomunicaciones, 23% la de transparencia, y 37% la energética; considerando la complejidad de esta última reforma, ese grado de rechazo resultaba alentador para el gobierno y los sectores reformistas mexicanos.

Debido a que el aumento del precio de la gasolina no se planteó como una medida para enfrentar la crisis de finanzas públicas (aumentar los ingresos), ni como una medida para mejorar el medio ambiente, sino que se permitió que se interpretara como parte de la reforma energética, el resultado es un daño enorme para dicha reforma. En la última encuesta GEA–ISA, 61% de la población considera que ésta no debe mantenerse, sino “derogarse”. El rechazo de la educativa aumentó a 39%, y el de las de telecomunicaciones y transparencia a 42%.

Es poco lo que el gobierno puede hacer para enmendar esta revuelta social, pues prácticamente todo lo que diga será tomado en su contra: 63% de la población no le cree nada al presidente Peña, en comparación con 43% en diciembre de 2016, y 41% en el primer trimestre del año pasado. El gasolinazo también comprobó la fuerza de las redes sociales como mecanismo líder para formar la opinión pública. El deterioro de los indicadores de seguridad (aumento de los homicidios dolosos) trae aparejado una creciente desaprobación de la labor del gobierno federal para combatir el crimen organizado: sólo 30% de la población aprueba sus acciones en esa materia.

Siguen emergiendo casos de corrupción en los diferentes ámbitos de gobierno; esto se refleja en una percepción de mayor corrupción, tanto en el país (47% piensa que hay más que hace seis años), lo mismo que en los estados (33%), y en una mala opinión acerca de las acciones del gobierno para combatirla: 55% de la población cree que el gobierno no ha realizado acciones para realmente evitar actos de corrupción.

La única manera de contrarrestar gradualmente esta revuelta contra la gobernabilidad sería un conjunto amplio de acciones coordinadas y continuas en todos los ámbitos de la acción pública. En este ambiente de crispación, no hay decisión o medida irrelevante.

Un discurso, nombramiento, fuga, arresto, favor, boletín, imagen, o muestra de soberbia pueden incendiar la pradera, que está muy seca.