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¿Resistirá nuestra democracia?

IMPULSO/Jesús Reyes-Heroles

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Pasan las semanas y las campañas convergen hacia intercambios de ideas constructivas y viables. Una especie de barrera invisible impide que se establezca una verdadera comunicación entre los candidatos, y también entre sus equipos y principales colaboradores. La intensidad de la confrontación entre Ricardo Anaya y José Antonio Meade fluctúa sin causas evidentes. El asunto de la inversión inmobiliaria del primero en Querétaro resurge y se mitiga para volver a resurgir. Sin embargo, ambos han reorientado sus miras hacia el puntero, con críticas cotidianas a sus propuestas, actitudes y expresiones. Los mexicanos quedamos en medio de esta escaramuza, asistemática e improductiva. Los independientes apenas sacan la cabeza con efectos todavía poco claros.

Un signo de esta incomunicación es que las respuestas de López Obrador, por lo general, parten de descalificar a quien lo interpela. Todo crítico es desacreditado como emisario de algún miembro malévolo de la “mafia en el poder”. AMLO no reconoce interlocutor válido y, por tanto, evade intercambios de ideas y propuestas racionales. En campañas anteriores, ha sido posible establecer diálogos racionales, aristotélicos, positivistas, comprensibles para la gente, y que le han permitido formarse un juicio de los candidatos y sus propuestas. Hoy, la principal amenaza para la democracia mexicana es que, al momento de depositar su voto, el ciudadano no esté debidamente informado de lo que implica. El derecho a un voto informado es la base de comicios auténticos. ¿Puede haber un voto legítimo a partir de un electorado desinformado?

La ciudadanía, preocupada por esto, se fuga al pensar que el próximo debate obligará a los candidatos a plantear ideas con claridad, y preguntas y respuestas de manera racional y puntual.

Sin embargo, el comportamiento cotidiano de AMLO provoca la duda justificada de si él hará su parte en favor de un verdadero ejercicio democrático de intercambio de ideas, sin descalificar a sus oponentes, sin señalarlos como emisarios de alguien, sin evadirse con una cadena de non sequitur, sin reducir los asuntos a anécdotas.

Esta evasión de un diálogo aristotélico, apelar a emociones en vez de a razones, es una característica del discurso populista, que se autoerige como “representante exclusivo de la gente moralmente pura… traicionada por élites que califica como corruptas o moralmente inferiores… El populismo ataca jueces, periodistas y burócratas que considera que no están del lado de la gente. Recurre a narrativas de mayorías silenciosas, de humillaciones nacionales, de sistemas torcidos; … proclama nosotros somos la gente (pueblo), retomar el control, y este es nuestro país” (Jan-Werner Müller, citado por “The Economist”).

Un fenómeno aún más pernicioso políticamente es el de individuos que, movidos por causas emocionales, expresan sus ideas de manera racional y articulada, pues resulta muy difícil para sus adversarios políticos desenmascararlos y, para la ciudadanía, identificarlos. Varios andan sueltos ahora en México.

Este vacío de interlocución real se complica con la acción incesante de las redes sociales, que multiplican los asuntos a una velocidad vertiginosa, lo que a su vez los vuelve efímeros; la concurrencia de participantes de los orígenes más diversos, movidos por todo tipo de intereses, algunos víctimas de manipulación individual o colectiva, todo eso desplaza al debate fundado y racional, haciendo aún más difícil para el elector ejercer un voto informado.

Y por si esto no creara suficiente confusión, se agregan los anuncios o filtraciones periódicas de sucesos que sacuden la realidad, como las revelaciones sobre los verdaderos involucrados en Ayotzinapa (¿validación de la verdad histórica?), o como las supuestas declaraciones de cómplices de Barreiro en la operación inmobiliaria de Ricardo Anaya en Querétaro. ¿Resistirá nuestra democracia?