IMPULSO/Agustín Basave
México es el nombre de un dolor asido a una esperanza, es un Estado en crisis “glocal”, suma de turbulencias posdemocráticas globales y un régimen local en avanzado estado de descomposición. Pero es también el grito de una sociedad que se ha cansado de la podredumbre del orden de reglas no escritas que administra pobreza y desigualdad con los reintegros de una inicua lotería de corrupción. Y es, a fin de cuentas, un amasijo doloroso que se tornó esperanzador cuando la mayoría de los mexicanos adquirió consciencia de los estragos que le ha dejado la inconsciencia, cuando al fin se vio en el espejo, cuando forjó el anhelo de cambio.
La transformación, sin embargo, está en suspenso, la ira obnubila e impide vislumbrar el rumbo. Nuestro péndulo ha pasado del extremo del aletargamiento y la pasividad al de la descalificación indiscriminada: antes no se acusaba a nadie y hoy se condena a todos. De la resignación que lamía la coyunda viajamos sin escalas al frenesí de la guillotina para “la clase política”. No hay nombre que no encaje en el machote de culpabilidad que nuestro comité de salvación reparte a diestra y siniestra. Terror blanco o rojo, da lo mismo. Todos son iguales, que se vayan todos, que desaparezca todo el Congreso y todos los partidos, al diablo con todos los que han osado pisar el pantano de la cosa pública. No hacen falta gobernantes; ahí está esperándonos la democracia directa, o la anarquía, o el nihilismo si es necesario. Basta la voluntad general expresada en las redes sociales. El derecho de admisión al reino revolucionario no se ejerce con rigor doctrinario sino con la predeterminada respuesta a una sola pregunta: ¿es
tás de acuerdo en aniquilar la intermediación?
Urge transformar enojo en racionalidad. El desafío es portentoso y hay que sumar fuerzas para enfrentarlo, reclutar a cuantos mexicanos honestos podamos encontrar. Si prevalece la creencia de que el activismo y la iniciativa privada poseen el monopolio de la decencia, y si se impone la tesis de destruir —no depurar— los mecanismos de representación, empezando por el poder legislativo y a los partidos, México no se enfilará al renacimiento ni a la refundación ni al cambio de régimen: irá al naufragio. Porque, además, sobran satanizadores que no se atreven a entrar al quite y faltan voluntarios dispuestos a dejar la gradería de los abucheos para entrar a la cancha de las responsabilidades. Por más detestable que se vea ese mundo, alguien tiene que hacer leyes y alguien tiene que ejecutarlas y proveer servicios, y alguien más tiene que dirimir controversias. Si no se juzga rescatable a ninguno de quienes lo hacen ahora, que se empiece ya a reclutar a las tropas del nuevo ejército ciudadano. Que comience la leva,
pues.
El enojo es justificado, sin duda, pero la incapacidad de distinguir es dañina. Ahí está internet para comparar trayectorias, para cotejar posturas y acciones, para revisar los patrimonios y sus procedencias. Si es imperativo hacer acopio de capital moral para encarar el reto, recojámoslo esté donde esté. En tiempos de degradación, cuando la pillería se ha hecho régimen, la prioridad no es ideológica sino ética. Hay que escarbar, buscar debajo de las piedras, rescatar a la gente honrada aunque piense de otra manera. A aquellos que no busquen enriquecerse, a quienes tengan piedad por la patria, no vale preguntarles más que eso: ¿están dispuestos a levantar el tiradero, a construir una nación limpia?; ¿aceptan seguir sirviendo a los mexicanos o dejar sus actividades personales para entrar a dirigir a la odiosa sociedad política? Porque sea quien sea el que se convierta en presidente o gobernador o alcalde o senador o diputado, va a hacer política. Su única disyuntiva será escribirla con mayúscula o con minúscul
a.
Es tiempo de privilegiar la moralidad, de rastrear el honor, ese recurso escaso en nuestro país, escasísimo en nuestro servicio público. Suena pedante, pero es verdad, se trata de rescatar la dignidad del representante que ha de servir al representado, de reivindicar la virtud de la vida decorosa del servidor público, que es el inexorable resultado de amar y, por tanto, no saquear a México.