IMPULSO/ Pedro Mejía
Los lamentables hechos que ocurrieron hace unas semanas en un colegio en Monterrey dejaron al país atónito. No éramos pocos los que creíamos y pregonábamos que ese tipo de eventos ocurrían únicamente en Estados Unidos; nos quedamos helados.
Una de las primeras explicaciones por parte de los mismos espectadores (de aquellas esperanzadoras que sugieren que todo va a estar bien) fue que era un evento aislado. Me encantaría poder estar seguro de que aquello es cierto, sin embargo es muy prematuro afirmar tal cosa. No sé si la gente comenzó a decir eso para sentirse segura dentro de un velo de ignorancia auto impuesto, una especie de consuelo similar al de una madre cuando le dice a su hijo “ya pasó”. Desafortunadamente, y muy a pesar de lo que la gente quiera creer, no podemos aún aseverar que esto fue un evento aislado, pues eso es algo que solo el tiempo decidirá.
Decidí retomar este tema, a más de dos semanas de haber ocurrido, porque creo que la situación política internacional acaparó los reflectores desde el 20 de enero. Considero que no hubo reflexión como sociedad al respecto de lo que pasó en Monterrey y pienso que es absolutamente necesario que se repase de manera detallada.
Me gustaría comenzar analizando la respuesta del gobierno local: inspeccionar mochilas. Si bien es una medida que puede llegar a evitar que un hecho similar ocurra de nuevo en una escuela, no resuelve el problema de raíz porque ello no impedirá que se repita en lugares públicos de diferente índole como centros comerciales, cines o incluso estadios donde haya mucha gente. El gobierno local y federal debe garantizar la seguridad de las personas en cualquier lugar y para poder lograrlo, se ha de identificar el origen del problema.
Habrá quien piense que el problema radica en el acceso a las armas, habrá quien crea que el problema es más bien psicológico y que debe ser tratado por profesionales. Yo creo que ambas cosas son ciertas (especialmente cuando quien perpetra el hecho es un adolescente) y que deben ser atacadas dentro del núcleo familiar.
Aquí quiero ser muy claro: es responsabilidad mayoritariamente de los padres de familia evitar que esto vuelva a ocurrir. Lo anterior no implica que las escuelas queden eximidas de dicha responsabilidad. Creo que la manera más efectiva de prevenir eventos como éste es la cooperación entre el núcleo familiar y el escolar. Los padres de familia tienen que estar atentos a sus hijos, deben tener presente que la posesión de armas es un riesgo per se y que bajo ninguna circunstancia deberán estar al alcance de los menores. Las escuelas, por su parte, deben de desempeñar una labor de monitoreo psicológico: deben existir figuras cercanas a los alumnos para que ellos puedan encontrar salida a sus problemas y frustraciones. Desde mi punto de vista, la manera más eficiente de canalizar los esfuerzos para que una tragedia de semejante magnitud no vuelva a ocurrir es la cooperación entre padres e instituciones académicas.
Como sociedad hemos quedado pasmados, nos sentimos súbitamente vulnerables. Lo único que puede llevarnos a buen puerto es la prevención y la reflexión.