IMPULSO/ Jesús Reyes Heroles G.G.
Con intensidad distinta, las actividades del crimen organizado en el país llevan varios lustros. Éstas se han vuelto más amplias y más profundas; han penetrado, como la humedad, todos los ámbitos de la vida nacional.
Lo peor es que los mexicanos nos hemos acostumbrado a esto, de suerte que, más allá de las manifestaciones obvias de inseguridad, extorsión y secuestro, ya no aquilatamos otras más profundas y trascendentales. Una de éstas se refiere a la relación entre crimen organizado y prosperidad.
Al crimen organizado no le conviene la prosperidad, ni la innovación, ni aumentos de productividad, ni mejoras de los ingresos y bienestar de la población en general. Una sociedad más próspera es más fuerte, con mayores capacidades para enfrentar el crimen organizado. La economía con crecimiento insuficiente, sin generación de empleos, con unas finanzas públicas precarias, es campo de cultivo para la propagación del crimen organizado. Es evidente que al crimen organizado le conviene un esquema prohibicionista del consumo de drogas, y no un enfoque de salud pública que lo despenalice.
¿Por qué México añora tanto el pasado remoto, y se resiste tanto a montarse en la ola de innovación tecnológica, modernidad institucional, y globalización que caracteriza a las sociedades modernas? ¿Por qué en muchos temas se limita a lo obsoleto? Como su resistencia a aprovechar semillas genéticamente modificadas (véase suplemento “Tangible” de EL UNIVERSAL, agosto 16) ¿No será que los productores de droga rechacen las semillas mejoradas a fin de evitar que aumente el ingreso de los agricultores de zonas de las sierras mexicanas, para que cultiven para ellos?
El crimen organizado induce conformismo social por varios motivos. Primero, para los jóvenes abre una ruta falsa de “superación”; es más fácil convertirse en pandillero o sicario que perseverar en la escuela. Es más fácil ganar dinero por actos criminales que por trabajos convencionales. Al crimen organizado le conviene la informalidad, de hecho, la prohíja como modalidad que le permite operar impunemente en la clandestinidad, bajo la cobertura de actividades informales.
Segundo, porque le convienen estructuras tradicionales de las familias y de las comunidades. Ambas propician una complicidad extendida. El sentido de lealtad intrafamiliar justifica que no se denuncien violaciones de la ley. Ejemplos recientes surgieron en relación con el huachicol, cuando comunidades completas salieron a solapar a las bandas que roban combustibles. En otros casos, se presentó que las familias y parte de las comunidades literalmente rechazaron a la fuerza pública para evitar que arrestaran a huachicoleros.
Al crimen organizado no le convienen policías suficientes y con capacidades de clase mundial, que aprovechen tecnologías de monitoreo y seguimiento hoy disponibles, que se basen en una sólida infraestructura satelital, que extiendan dispositivos de identificación biométrica, que consoliden la información en grandes bancos de datos, efectivos para reducir la impunidad.
Al crimen organizado no le convienen ministerios públicos competentes y tecnificados, capaces de integrar carpetas que, a su vez, logren sentencias condenatorias, que extingan la impunidad.
Al crimen organizado le acomoda el parroquialismo, que dificulta la cooperación internacional en materia de seguridad.
Al crimen organizado no le conviene la prosperidad, sino la pobreza de la gente, pues eso le permite comprar comunidades completas. Por eso también, prefiere gobiernos municipales débiles y corruptos, sin recursos y sin capacidades. En los hechos, eso le permite convertirlos en instrumentos para sus actividades criminales. Este lamentable grado de penetración del crimen organizado y el entramado de corrupción que nutre, responde a que el país le proporciona un entorno general, no sólo propicio, sino conducente para sus actividades. A su vez, esto constituye otro obstáculo poderoso para el esfuerzo de México hacia la prosperidad.