IMPULSO/ Rafael Aguilar Ybarra
Nos acompaña a todas partes, no lo dejamos ni en el baño, se ha vuelto parte de nosotros, sirve según para comunicarnos con el exterior, lo llenamos de aplicaciones y memoria para documentar cada paso que damos; almacenamos parte de nuestros pensamientos, sentimientos, contactos, afectos, defectos, la música que escuchamos, videos, la hora en que despertamos, la velocidad a la que caminamos, si es que caminamos, donde vivimos, trabajamos, los lugares que frecuentamos, el deporte que practicamos, nuestro estado de salud, cuántos taxis tomamos, la hora en la que dormimos, cuanto gastamos, en que lo gastamos, libros, fotos, secretos, a quien amamos, quien nos ama; el día a día, contraseñas, números confidenciales, etc.
Irónicamente consideramos que con el podemos tener control a distancia de las cosas que pasan a alrededor o estar conectados con eso a lo que llamamos “todo”, incluso con las bacterias y los hongos que albergan su estructura física, sin contar el cable, que conectamos en promedio dos veces aproximadamente en un transcurso de 24 horas.
Debemos reconocer que no siempre lavamos las manos antes de usarlo en las 40 veces que lo consultamos en un promedio de 4.7 horas diarias según un estudio realizado por “Informate Mobile Intelligence” en 2015; el mundo reducido a un objeto; tu Smartphone; nuestra nueva prótesis auditiva, táctil, visual y sensorial.
La multifuncionalidad del aparato nos ha convertido en “pseudo” expertos en fotografía, opinólogía, nos volvimos activista de sillón, periodistas ciudadanos, poetas, motivadores, deportistas, nutriólogos, directores de cine, bloggeros, mientras consultamos noticias, escuchamos la radio y escribimos presumiendo de una vida profunda vagando en una civilización ligera de contenidos banales que a la vez interactúa en un microcosmos con los que llamamos “amigos”, donde entorpecemos el movimiento; todo al mismo tiempo, aceptémoslo, el teléfono nos ha convertido en una especie de “cyborgs mediáticos”; en el que generamos, reproducimos y etiquetamos con los dedos pulgares mientras detenemos el aparato con las palmas de la mano, con el que creemos comunicarnos y somos participe de la esfera pública.
La interacción se volvió hibrida, el espacio ahora se confunde entre lo palpable y lo virtual y la línea es tan delgada entre los dos, que no alcanzas a distinguir los estímulos que recibes, siempre jugando en el mundo online-offline mientras regalamos datos y agenda a las aplicaciones que instalamos para que posteriormente las sociedades mercantiles, las fuerzas políticas y privadas jueguen con nuestra voluntad y destino mientras nos abrumamos en las redes sociales e internet, de su uso y abuso.
Es difícil aceptar y reconocer el daño que causa, el excesivo flujo de información al que estamos expuestos y que cambian nuestras relaciones cognitivas de la realidad, pues estamos sobrepasados por ello; el problema radica en que todo se pone en duda; los estímulos, su interpretación, la realidad, la identidad, la personalidad y la capacidad de elección para dar paso y puerta abierta a las tendencias, las modas, la falta de compromiso, las líneas editoriales, los intereses de consumo, la tergiversación, la trivialización ,apostando en todo momento por el “use y tire”; lo desechable, explotamos todo, exprimimos todo y cuando no nos gusta, lo hacemos significar nada.
En este nuestro tiempo “postmoderno” todos hablan de todo, dicen saber de todo, pero nadie es capaz de defender sus propias visiones y/o argumentarlas, nuestro mundo se alteró, se distorsionó, se volvió complaciente en una realidad donde todo está simulado, incluida la interacción. Las mentiras están basadas en otras mentiras, que a su vez construyen nuevas mentiras y la repetición se cree les legitima; son difíciles de detectar, son manipulables y se convierten aparentemente en contenidos reales, mientras perdemos nuestra capacidad de reflexión.
El mundo está vigilado por completo, los lazos de la red tecnológica han logrado que se sepa todo de nosotros, nuestra información es netamente vulnerable y siempre dirigida al consumo; los datos personales generan dinero y nunca sabemos en qué manos puede caer lo que regalamos.
La democratización de la información no nos hace fuertes, al contrario, no debilita, nos vulnera, estamos indefensos ante ella; somos ingenuos, arrogantes e ignorantes, no tenemos control sobre la vida misma, no podemos escondernos ya de nada ni de nadie. Orwell tenía razón.
Tenemos una falsa idea de libertad individual, el nuevo orden mundial se rige en torno a los que encabezan la economía; los actos individuales no cambian actos masivos, mucho menos las quejas que diariamente hacemos en redes sociales sobre las cosas que no nos gustan; la simulación se hace siempre presente y se resuelve en el plano de lo inmediato, de lo digital, más no de nuestro entorno.
“El mundo de lo light” ha permeado en todos los ámbitos de la sociedad; lo que hoy es importante, mañana ya no lo es, las ganancias giran en torno a los contenidos que son fáciles de consumir, incluida la comida, la literatura, la música, etc.
Claro ejemplo es el reggaetón; todas la canciones suenan a lo mismo; a la repetición; la música está estandarizada, y sus contenidos permean fuertemente en el pensamiento humano, ya nada tiene un sentido de novedad y sin cuestionar aceptamos todo lo que nos es dado; los roles sociales, guían el comportamiento fortaleciendo los hilos del poder, aprovechando los oídos no entrenados, no educados, somos meros reproductores del discurso mediático en lo cotidiano.
Otro caso concreto y bastante irónico es la afición a los equipos de futbol; personas que lloran o se enojan porque otros que no son ellos, perdieron, exponiendo las emociones e incluso la fe para desear suerte al favorito en el resultado; en cierta ocasión observaba como un devoto futbolero que se persignaba antes de que el jugador de su equipo tirara un penal, imagino cuantas personas harán lo mismo, incluido el pensamiento para hacerlo fallar. Lo cierto es que vivimos en el mundo de la fantasía, del placebo, de los analgésicos mentales, y es eso nuestro verdadero opio; tenemos una visión caricaturizada del mundo, sometidos al guión del mundo, en el cual no existe el azar y todo está previamente definido en relación al resultado, incluido el destino personal.
No existe la opinión pública diría el francés Pierre Bordieu, las mentes están subordinadas al discurso que compramos de los “expertos”, una estructura de poder que dirige absolutamente toda la información que recibimos incluidas las ideologías aparentemente personales; nos dicen que pensar, que decir, que sentir, como ser, que decidir, que vestir, como hablar, que opinar, en que creer, que comer, que leer, por quién votar, lo que es deseable, lo que es bueno, lo que debe ser y lo que no, obtén dinero, no te aísles, hazte notar, consigue esto, consigue el otro y para todo hay un método; las exigencias son muchas y es imposible dar gusto a todo e incluso elegir y en ocasiones el hacerlo destroza las relaciones sociales.
Nos hemos convertido en un zoológico humano, en el que las reglas a seguir y las demandas, se fundamentan en “héroes emocionales” y políticas de identidad, donde lo heterogéneo debe ser homogeneizado de manera sutil para ser controlado; nuestro yo interno siempre chocando con otros mundos individuales que comparten características hedonistas, narcisistas, nihilistas, donde lo importante y confuso a la vez, se basa en a quien, seguir y en quien creer para pertenecer, segregando en automático “lo que no empata con nosotros”.
Hoy tenemos más contactos en Facebook que amigos en el entorno inmediato, no son personas, sólo contactos, que con la misma facilidad que los agregamos a la lista, los eliminamos o bloqueamos de ella, donde lo relevante es el empaque, el embalaje; nos hemos llenamos de frivolidad y superficialidad; elegimos interactuar con personas a partir de aparentes y cuestionables descripciones; el mundo es un bufet de perfiles; cual catalogo de zapatos, el aparato cognitivo ya no es nuestro cerebro, sino el teléfono móvil, pero todo eso es falso aunque creamos que existe y pensar en ello causa estrés pues somos adictos.
Necesitamos existir, saber que le importamos a alguien, negamos al otro si no estamos de acuerdo con el, dejamos de amarle, tanto en lo individual como en lo colectivo; perdimos la aceptación por la diferencia, la red nos aisló; no compartimos pensamientos con el de a lado por temor a perder “nuestra libertad”, preferimos saturar las cuentas en busca de la aprobación, de aparentes intereses comunes; la pandemia de la soledad triunfó y es crónica, mucho peor que el problema de obesidad que hay en el mundo.
En una aproximación al pensamiento de Michael Foucault, podríamos decir que estamos invadidos en la vida; nos hicieron útiles y dóciles, máquinas educadas con aptitudes y actitudes para producir y trabajar; para auto regularnos desde el cuerpo, incluida nuestra alma y nuestro espíritu; con normas, reglas y objetivos por cumplir, tanto en lo individual como en lo colectivo, regulados por el mercado y todas las estructuras de poder que están detrás de la estrategia; somos mera mercancía, encerrados en una gran cárcel de la cual no hay manera de escapar, sólo cambiar de habitación; siempre parte de un experimento social en constante cambio.
Nos resta ejercer lo que nos queda de libertad con compromiso, no negarnos al otro, salir un poco a respirar el aire puro, educarnos, leer, mirar y observar al otro; abrazarlo, besarlo, apagar más tiempo el televisor, el teléfono móvil, cuestionar el origen de lo que somos y pensamos en esos dos millones de estímulos que recibe nuestro cerebro por segundo; romper la frontera con el que tenemos en frente, a un lado, adentro de nosotros, buscar nuevos aprendizajes, crearlos, exponerlos, no doblegarnos ante el león que constantemente nos quiere absorber, meditar, buscar la armonía, perdonar; amar lo simple, no servir sólo a nuestro placer, asumir retos en conjunto, correr riesgos, apostar todo y filtrar las fuentes de lo que consumimos para no dejarnos alienar por el sistema, ser cautos y mesurados en lo que compartimos y exponemos.
Si al nacer no venimos al mundo con “gadgets” incluidos, es porque no los necesitamos, bien podemos disfrutar más de lo simple y al mismo tiempo de la funcionalidad que estos nos proporcionan, pero con moderación, sin olvidar orar a Dios por que la decadencia no se haga presente, más de lo que hoy experimentamos como sociedad.