Tal vez no con la algarabía y resultados esperados, pero el próximo viernes se concluye un ciclo escolar. Entre tanto papeleo final que entregan directivos y maestros sería conveniente anexar un informe sobre cuántos alumnos realmente se convirtieron en estudiantes autónomos. Sí, en cuántos planteles públicos y privados se puede presumir a la sociedad la entrega de niños, adolescentes o jóvenes con las habilidades y competencias suficientes para ser aprendices para toda la vida. Cuántos de nuestros chicos son capaces de resolver problemas, tomar decisiones, saben comunicarse con un público diverso y comprender cómo vivir en un mundo que enfrenta una pandemia y además es altamente tecnológico y cambiante.
Podríamos contarlos y nos sobrarían dedos en las manos, pero la realidad es que no estamos formando chicos con autonomía y que por convicción opten por el autoconocimiento. Podríamos culpar al padre de familia o al maestro por no ser las guías adecuadas para alcanzar dicho objetivo, sin embargo, forma parte de una realidad compleja para México que debe no solo analizarse sino resolverse.
Junto a los preocupantes desafíos de cobertura, rezago y abandono escolar, es delicado para nuestro país y para nuestro sistema educativo que no contemos con estudiantes autónomos, porque eso significa que nuestros chicos no han desarrollado hábitos de pensamiento que los haga resilientes y les ayude a contar con razonamiento estratégico, percepción, perseverancia, creatividad y habilidad para resolver problemas complejos, incluyendo los desafíos mismos que impone la pandemia.
Las investigaciones educativas han puesto en evidencia la necesidad de lograr estudiantes autónomos, porque no lo estamos logrando. Pese a los objetivos que se trazan en los Planes y Programas de Estudio no se ha conseguido esa idea del estudiante crítico, porque las prácticas educativas no lo conducen a ello, en el desarrollo cotidiano parecería que los esfuerzos son insuficientes, no están las condiciones o simplemente, se prefiere la simulación que alcanzar tales propósitos.
En 1996, se publicó el famoso ensayo de Jacques Delors titulado: “Los 4 pilares de la educación” que después adoptó la Organización de las Naciones Unidas y se trazaron en los planes de estudio como una prioridad a alcanzar.
Esos pilares son: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. Desde los 90 ya se pedía conseguir que los alumnos “aprendieran a aprender” y en las políticas educativas sexenales, independientemente de sus reformas, el objetivo seguía siendo el mismo: conseguir alumnos que pueden crear y seguir su propia ruta de aprendizaje, pero que se apoya en su profesor como un facilitador del conocimiento.
Las Reformas Educativas hablan de calidad o de excelencia, según el gobernante en turno, pero en el perfil de egreso se debe entregar a un estudiante autónomo y cuando llega al siguiente nivel, se observa que no desarrolló esas competencias fundamentales para la vida profesional y personal.
Si observamos a nuestro alrededor, los estudiantes que pudieron hacer frente a la pandemia son quienes cuentan habilidades de autoestudio; aquellos que, por su cuenta, pese a una realidad adversa, fueron capaces de salir adelante ya que usaron la resiliencia y sus competencias para la vida que les ayudaron a salir adelante.
Ciertamente, incide el impulso de los padres de familia para desarrollar una inteligencia emocional, pero también los profesores que realmente son guías y les ayudan a construir el conocimiento y consiguen el aprendizaje situado.
Nuestros niños y jóvenes necesitan contar con redes de apoyo en su familia, con sus compañeros y con sus profesores, eso implica que las prácticas educativas estén dirigidas realmente a ese fin.