Se podría decir incluso que la mediatización del terrorismo yihadista, en su forma más sensacionalista, refuerza el nacionalismo primermundista, por su capacidad de generar miedo y cohesión social entorno a un “enemigo común”.
Haciendo una revisión de los contenidos mediáticos y de los discursos políticos a lo largo de la última década, es evidente que el terrorismo internacional de corte islamista es uno de los temas más recurrentes.
La lógica y el sentido común invitan a pensar que se trata de algo justificado porque ¿quién puede negar la bestialidad y sadismo de dichos actos criminales? Resulta difícil en efecto no conmoverse frente a los relatos de las familias de las víctimas, ser estoico ante el sufrimiento humano, ser indiferente ante la barbarie. La cobertura de los recientes atentados en Manchester reivindicados por Daesh (acrónimo en árabe de Estado Islámico), ejemplifica perfectamente la atención mediática y discursiva que el terrorismo yihadista genera. La noticia fue cubierta por todos los medios internacionales, los hashtags solidarios inundaron las redes sociales, personalidades de todas las esferas públicas condenaron los deleznables actos de terror y políticos de todo el mundo reiteraron su compromiso con la lucha antiterrorista.
El impacto creado por los atentados yihadistas lleva a reflexionar sobre cuatro cuestiones fundamentales.
- Primero, que cada atentado tiene una “vida mediática” efímera. Se trata de varias semanas de atención que se desvanece progresivamente hasta quedar en el olvido y ser remplazada por una nuevo suceso “de impacto” (no necesariamente un atentado). Esto responde efectivamente a un proceso de mercantilización del contenido mediático, donde el flujo constante de noticias “impactantes” es sinónimo de mayores beneficios.
- Segundo, que la cobertura informativa de los atentados terroristas es profundamente sensacionalista y está dirigida a trastocar las fibras más sensibles de las conciencias a través de imágenes y relatos desgarradores.
- Tercero, que el manejo de la información es a todas luces selectivo y desigual en virtud del occidentalocentrismo imperante. Es evidente que no se difunde de la misma forma un atentado en Manchester, Niza o París que uno en el Cairo, Estambul o Bagdad; lo cual es a la vez hipócrita e incongruente.
- Cuarto, que la atención generada por los ataques terroristas pone en evidencia un aspecto fundamental de la condición humana: el morbo. Esa fascinación del ser humano por todo aquello que es impropio, esa necesidad de confrontar imágenes “impresionantes”, esa incapacidad de resistirse al llamado de lo prohibido. Porque claro, vivimos en un mundo donde el culto a la imagen, la búsqueda del espectáculo y el buzz son, quizá, las características definitorias de las sociedades posmodernas.
Sin embargo, al margen de cualquier argumentación sociológica, es necesario abordar el fenómeno desde otras aristas so pena de caer en el error del reduccionismo.
El terrorismo es considerando (incluso desde algunos sectores académicos) como la mayor amenaza contemporánea a la seguridad internacional, lo cual me parece cuando menos, poco riguroso. Si bien es cierto que la intensificación de las actividades terroristas ha puesto en riesgo la seguridad de ciertas zonas geográficas del planeta, resulta fundamental aclarar que existen otros fenómenos, menos mediáticos, pero mucho más trascendentales. La degradación ambiental, el agotamiento de los recursos naturales, el crecimiento demográfico o las crisis alimentarias que se vislumbran en el futuro, son fenómenos cuyo potencial destructivo es infinitamente mayor al del terrorismo: ¡las bajas por hambruna o por falta de agua en el contexto de un planeta sobrepoblado ascenderán a millones de personas! Mientras que el terrorismo es un tema urgente que amenaza la gobernanza global, fenómenos como el agotamiento de recursos o el incremento poblacional amenazan a la civilización humana en su conjunto.
Ahora bien, desde un punto de vista geopolítico, ¿por qué el terrorismo es tan popular?
Como se puede observar desde 2001, los atentados terroristas de corte islámico han servido como elemento crucial para la legitimación y legalización de intervenciones exteriores llevadas a cabo por potencias militares, en el marco del sistema de Seguridad Colectiva de Naciones Unidas (a excepción de la invasión a Irak en 2003) y operadas por la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y/o por otros instrumentos internacionales de cooperación militar como el AFRICOM. La amenaza del “terrorismo islámico” ha sido la piedra angular de las doctrinas militares occidentales, usada como pretexto para intervenir en Afganistán en 2001, Irak en 2003, Mali en 2013 e Irak/Siria en 2014, en pos de la defensa de valores “universales” como la democracia y, siempre en el contexto de la lucha maniquea y tan antigua como la vida misma, entre el bien y el mal.
La historia nos muestra que el despliegue militar en territorios externos, ha sido el instrumento por excelencia para asegurar la circulación ininterrumpida de recursos naturales (fundamentalmente energéticos y minerales) desde regiones “periféricas” productoras hacia zonas “centrales” consumidoras. La situación actual y las proyecciones a mediano plazo, sugieren que las aventuras militares extractivas se multiplicarán y recrudecerán en la medida en que los recursos se agoten, un proceso natural ciertamente inevitable. De tal suerte que, como ya se ha visto en Estados Unidos con la Patriot Act o en Francia con la prolongación del “estado de urgencia”, las autoridades estatales intervencionistas tenderán a acortar los derechos civiles y políticos de sus sociedades. En efecto, reducir las libertades individuales para avalar de jure el desarrollo de geoestrategias en territorios lejanos, siempre se justificará como una medida “necesaria” para garantizar la seguridad nacional en el contexto del combate a una “amenaza externa”. Ello implica la construcción de una retórica nacionalista y mesiánica con el objetivo de convencer a la opinión pública que los valores fundacionales del país (la democracia occidental en este caso) se encuentran amenazados por un enemigo externo y que es imperativo combatirlo por todos los medios posibles. Sucedió de tal forma con los “bárbaros” siglos atrás, el comunismo durante la segunda mitad del siglo XX y ahora con el terrorismo islámico.
La razón de ser del Estado-nación, o más precisamente, su legitimidad frente al pueblo reside en su capacidad para garantizar la seguridad de sus miembros. Esto significa que siempre existirán procesos discursivos que pongan el acento en la existencia de peligros externos con el fin de normalizar cualquier acción estatal que esté dirigida al combate de dichas amenazas, aunque esto represente la no observancia de derechos constitucionales básicos.
Sobre todo en las ex potencias coloniales de Europa y en Estados Unidos, se ha dado un proceso de banalización y apología de la violencia exterior que sólo puede tener una explicación: el miedo. Estados Unidos es el ejemplo más evidente de cómo, sobre la base del miedo, el intervencionismo y la simpatía por la violencia han fraguado el imaginario colectivo legitimando sistemáticamente las acciones intervencionistas del Estado. Lo que representa, en definitiva, uno de los rasgos más obscuros del American Way of Life (modo de vida estadounidense).
El “miedo” al enemigo exterior pone en evidencia, desde luego, una de las paradojas más irracionales y llamativas de los comportamientos colectivos al interior de los estados nacionales: el pueblo acepta el recorte parcial de sus libertades individuales para garantizar su seguridad a la luz de una amenaza susceptible de poner en riesgo los valores fundacionales de la nación. En palabras llanas, se combaten las amenazas actuales (léase terrorismo islámico) a la democracia con la ayuda de un sistema normativo e institucional que transgrede abiertamente los ideales democráticos.
Esto explica en parte porque retóricas tan nacionalistas y anacrónicas como las de Geert Wilders en Países Bajos, Donald Trump en los Estados Unidos, Marine Le Pen en “la Francia de los Derechos humanos y civiles” o los partidos nacional-socialistas en Alemania y Suecia, llegasen a adquirir la notoriedad y poder que hoy ostentan. Porque precisamente, cada uno de estos proyectos políticos han utilizado el miedo para justificar sus posturas manifiestamente antidemocráticas, racistas y xenófobas empleando el combate antiterrorista como uno de sus ejes rectores de campaña.
Si las organizaciones terroristas hacen uso de la religión para legitimar sus empresas psicópatas, los líderes de las potencias de tradición intervencionista se sirven de una supuesta amenaza a la democracia para justificar sus injerencias extranjeras, sus regímenes corporativistas y sus sistemas sociales de exclusión. Se podría decir incluso que la mediatización del terrorismo yihadista, en su forma más sensacionalista, refuerza el nacionalismo primermundista, por su capacidad de generar miedo y cohesión social entorno a un “enemigo común”. Pero además, fortalece a fortiori ciertas dialécticas moralizadoras y supremacistas según las cuales la historia se ha caracterizado por un “choque de civilizaciones” en la que la civilización “occidental” es superior a las “otras” (el mundo islámico en el caso actual) por el simple hecho de ser la única basada en valores y verdades “universales”. Esto significa que los defensores de estos discursos universalistas siempre sobreentienden que las acciones de los estados occidentales “desarrollados” vis-à-vis los “otros” (países en desarrollo, países pobres, países musulmanes) son, por naturaleza, legítimos puesto que siempre reflejarán dichos principios “universales”. En este sentido, hay que comprender que la guerra global contra el terrorismo no sólo se justifica como un esfuerzo democratizador sino, primordialmente, como un esfuerzo “civilizador”. La famosa mission civilisatrice (misión civilizadora) cuyos orígenes se remontan a la Edad Media pero que fue teorizada hasta el siglo XIX y utilizada por el colonialismo francés para justificar la violencia y sometimiento de los pueblos conquistados haciendo hincapié en el deber de los europeos (blancos y cristianos) de “civilizar” y aportar progreso a los pueblos “no civilizados” (todo pueblo no blanco y no cristiano).
Puede apuntarse por tanto, que la popularidad del terrorismo es consecuencia de la interacción de tres elementos:
- La atracción mórbida del ser humano hacia el “espectáculo”,
- El miedo que favorece comportamientos de exclusión y rechazo de lo “diferente”, así como el recorte de derechos civiles y políticos de las sociedades del Primer Mundo para garantizar la continuación de proyectos intervencionistas y,
- Los discursos de legitimación del dominio (geopolítico y cultural) en el marco de geoestrategias expansivas de control territorial.
Adviértase que en ningún momento he tratado de minimizar el papel del terrorismo como fenómeno global. Lo que sí he intentado es poner a disposición elementos que ofrezcan una visión panorámica de las diferentes variables que interactúan en el análisis del terrorismo como fenómeno socio-político. El lector debe por tanto, retar cualquier forma de sentimentalismo y contextualizar el terrorismo poniendo en la balanza su peso como elemento coyuntural así como su potencial de impacto a mediano y largo plazo. Sólo de esta forma es posible, me parece, abordar este y otros fenómenos contemporáneos desde una postura menos pasional y reduccionista.