Ricardo Raphael
Ayotzinapa: la doble infamia
Ayotzinapa perseguirá al gobierno mexicano, ya no sólo por la desaparición de los normalistas, sino por una investigación conducida con impericia y mala fe. La doble tragedia se produjo el día en que, desde las alturas del poder, decidieron que el asunto no merecía justicia, sino política a secas. Fue entonces que la manipulación de los hechos se impuso sobre la búsqueda de la verdad.
Tres años y seis meses han transcurrido desde la tragedia, y durante todo este tiempo la complicidad con los perpetradores ha destacado como prioridad, en comparación con la empatía hacia el dolor de las víctimas. El gobierno continúa aferrado a su muy dolosa “verdad” histórica: Cocula, ese mito imbécil. La ridícula narración del basurero que no sólo es científicamente insostenible, sino moralmente repudiable por lo infame que fue someter a los padres de los muchachos a una película de terror sobre la muerte de sus hijos, que terminó revelándose falsa.
El ex procurador Jesús Murillo Karam y muchos otros tendrán que vivir con la vez que multiplicaron la violencia contra los familiares por haber presentado como cierta una versión fabricada con el único propósito de salvar al gobierno de la presión mediática internacional. Pero, en breve, la investigación criminal sobre el caso Ayotzinapa dará un salto grande: la otra teoría del caso sigue abriéndose camino a golpe de evidencia. La pista del camión secuestrado por los estudiantes en la ciudad de Iguala —el tan disputado quinto autobús reportado por el GIEI— tiene asideros. Testimonios recabados en Estados Unidos confirmarían el contexto de trasiego de droga, desde Iguala hasta Chicago, dentro del cual sucedió la desaparición de los normalistas. El móvil del crimen habría sido un equívoco de los Guerreros Unidos, una organización criminal que reaccionó al secuestro del autobús, suponiendo que sus adversarios —Los Rojos— andaban queriendo robar mercancía escondida en ese vehículo.
Ya era demasiado tarde cuando los principales jefes criminales, que viven del otro lado del Río Bravo, descubrieron que sus huestes de Iguala se habían equivocado. Esos testimonios también confirmarían que la plaza controlada por esa banda de asesinos contó con amplia complicidad de las policías municipales, estatales y federales; y también con la no intervención de las Fuerzas Armadas. A una sola voz esas instancias públicas se pusieron al servicio de los Guerreros Unidos para evitar que los normalistas secuestraran los autobuses cargados de droga. Ayer como hoy es muy elevado el costo político que implica aceptar la profunda penetración del crimen organizado sobre las instituciones de seguridad del Estado mexicano. Tan elevado que fue mejor invertir todo el capital del gobierno en la versión del basurero de Cocula, y tantas otras mentiras, en vez de apostar por el esclarecimiento de la verdad.