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Plata o plomo

El problema de las policías comunitarias
Alejandro Hope

Esta ha sido la semana de Nestora Salgado. Después de haber sido señalada como secuestradora por José Antonio Meade durante el segundo debate entre candidatos presidenciales, la ex comandante de la policía comunitaria de Olinalá, Guerrero, ha estado en el centro de la discusión pública.  Ya se ha publicado mucho sobre el caso especíco y sus ramicaciones legales.

No hay, me parece, mucho más que aportar sobre el tema. La controversia, sin embargo, debería de motivar una reflexión sobre un asunto más sustantivo: la existencia de las llamadas policías comunitarias. Para los no iniciados, es necesario señalar que las llamadas policías comunitarias de Guerrero (y un par de entidades más) no son policías en el sentido tradicional del término. Operan fuera del marco legal e institucional que rige a las corporaciones policiales en el país.

Existen en lo fundamental en municipios indígenas, sujetos a un régimen de usos y costumbres, y son en muchos casos los brazos ejecutores de lo que se conoce como justicia indígena (métodos de justicia alternativa, construidos sobre las prácticas comunitarias de resolución de conictos. Por ejemplo, las sanciones son a menudo trabajos forzados en vez de cárcel).

Estas policías comunitarias surgieron a mediados de los noventa en las regiones Costa y Montaña de Guerrero, como un mecanismo de autodefensa frente a los diferentes actores armados que conviven en esa entidad (narcotráco, guardias blancas, etcétera).

Desde entonces, se han expandido a buena parte del estado y su modelo ha sido adoptado en otras entidades federativas. ¿Son ilegales? No en Guerrero. Allí existe un marco normativo, la llamada Ley 701 de Reconocimiento, Derechos y Cultura de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Guerrero, aprobada en 2011, que legalizó la existencia de las policías comunitarias y sus federaciones (en particular, el Consejo Regional de Autoridades Comunitarias o CRAC por sus siglas).

Incluso la ley incorporó formalmente al CRAC y a las policías comunitarias al sistema estatal de seguridad. Entonces, ¿cuál es el problema? Uno que parecería obvio: las policías comunitarias son grupos de civiles armados, reclutados sin mayores filtros, sin formación policial, sin controles internos ni supervisión externa, ejerciendo poder coercitivo y realizando actos de autoridad sin mayor supervisión.

En ese contexto, no es sorprendente que se cometan abusos, como detalló hace algunos años la Comisión Nacional de Derechos Humanos y narró hace unos días, en estas páginas, Héctor de Mauleón.

No es sorprendente tampoco que puedan existir vasos comunicantes entre algunas policías comunitarias y otros actores armados, sean criminales o guerrilleros. Es cierto, sin duda, que las policías convencionales de Guerrero no son mejores. De hecho, en muchos sentidos, son mucho peores. Pero, en esos casos, esas falencias son vistas como defectos institucionales a corregir, no como prácticas culturales a preservar.

Las policías comunitarias de Guerrero, al igual que las formas de autodefensa en municipios de Michoacán, como Cherán o Tancítaro, existen porque el Estado fracasó en su función central de proteger a las personas. Están allí porque las instituciones convencionales están ausentes o son inútiles. Eso es lo que hay que corregir.

El Estado tiene que hacerse presente, en sus múltiples dimensiones, allí donde no ha estado. Tiene que garantizar el acceso a derechos de la población y construir instituciones donde falten. Y tiene que proceder, en la medida de lo posible y con la gradualidad debida, a desarmar, desmovilizar y reinsertar a estos grupos armados.