Entre los dones más preciados que tiene el ser humano, después de la vida, se encuentran la libertad e igualdad. En nuestro México, tan polarizado en lo político, social y cultural, qué difícil es pensar y ser diferente. Las máximas latinas “divide et impera”, divide y vencerás o dividir para reinar, hoy tienen más vigencia que nunca. Pero… ¿A quién le conviene un país fragmentado?, ¿Quién gana con una sociedad dividida?, ¿Qué provecho se le puede sacar a la falta de unidad entre mexicanos?, en el Imperio Romano, sin duda alguna, era el gobernarte en turno quien sacaba ventaja.
La historia delata cómo el emperador romano Julio César y, hasta el propio Napoleón, usaron esta estrategia para mantener bajo control un territorio o una población, dividiendo y fragmentando para que los ciudadanos no lograran un objetivo común y, por ende, sus derechos eran vulnerados y sus condiciones políticas y sociales no mejoraban. Así, como nos pasa a nosotros, somos un México dividido que no avanza, no encontramos lo que nos une y nuestras diferencias nos están haciendo cada vez más intolerantes.
Esta intolerancia nos carcome e impide que se consiga a plenitud el concepto de desarrollo humano, sí, aquel que reconoce en las personas su posibilidad de actuar con autonomía y que brinda las oportunidades suficientes para acceder a un mejor nivel de vida, siendo, haciendo y creyendo lo que les agrada. En consecuencia, prevalece la desigualdad en el bienestar, inequidad en la distribución de la riqueza, ampliación de la brecha educativa, lo cual favorece que sigamos siendo una sociedad racista, discriminada y discriminadora.
La discriminación en México que pudiera empezar en el gobierno, practicarse en las clases altas, medias y hasta en los sectores populares, tiene rostro de mujer, pero también de indígena, de anciano, de niño, tiene color de piel, profesión, religión… podríamos seguir la lista y nos daríamos cuenta de que discriminamos casi por todo, hasta en la forma en que hablamos. El problema es que nos estamos convirtiendo en una sociedad hiriente y agresiva con quien piensa o es diferente a nosotros.
Muchos damos un trato diferenciado, despectivo e injusto a quien no es de los míos, a quien profesa una religión distinta, a quien milita en un partido político diferente, a quien defiende o critica al gobernante, a quien tiene una preferencia sexual distinta, a quien cuenta con una discapacidad, una condición social o económica menor y hasta quien tiene un aspecto diferente en su forma de vestir, de pensar y actuar.
Somos el México del rechazo al otro; el México que no se hermana; el México que no se une, que solo marca las diferencias y que hasta desprecia con dolo a los suyos: “es vieja”, “es un indio”, “el negro”, “el gay”, “el naco”, “la criada”, “el ruco”, etc. Aunque suene a utopía es necesario trabajar para que llegue el momento en que dejemos de aplicar esas expresiones y actitudes que sólo nos fragmentan y deshumanizan.
Nuestra Constitución Política garantiza el derecho a la igualdad, los organismos de Derechos Humanos pugnan por ella; se promueven nuevos ordenamientos legales encaminados a frenar y combatir la discriminación; pero… seguimos siendo una sociedad poco tolerante con la diferencia.
Las propias instituciones admiten y luchan contra los múltiples prejuicios y estereotipos que alimentan la intolerancia, la segregación y la desigualdad porque frenan el desarrollo del país. Y podríamos esperar a que desde arriba se resuelva este serio problema, pero lo cierto es que es en el seno de la familia y en la escuela son los primeros espacios donde se reproduce la discriminación. Es ahí, donde hay que librar las batallas contra los prejuicios, estereotipos e intolerancia, privilegiando en la formación el respeto y derecho a pensar y ser diferente.