Catalina Pérez Correa
El avance de la regulación de la marihuana al norte de nuestra frontera es imparable. Su velocidad, éxito y lo que implica para el potencial de México en la emergente economía de la cannabis deberían sacudirnos y sacarnos del estupor en que ha quedado el tema. Podríamos ser líderes en el desarrollo de esta industria, pero los prejuicios y el oportunismo político de nuestros gobernantes nos tienen rezagados.
Hace unos días, la compañía aseguradora canadiense Sun Life Assurance Co. anunció que a partir de marzo incluiría marihuana médica en su plan de beneficios para asegurados por montos de hasta seis mil dólares anuales. Se convierte así en la primera aseguradora importante en incorporar tratamientos basados en marihuana a un plan de seguro. Es de esperarse que pronto otras aseguradoras hagan lo mismo. Canadá ya es sede de las principales empresas de productos de marihuana medicinal.
En Estados Unidos, cada año, más estados adoptan algún modelo de regulación. La entrada de California (sexta economía más grande del mundo) al mercado de la marihuana, no sólo permitió el posicionamiento de ese estado como uno de los principales productores de productos de marihuana a nivel mundial (hoy este mercado se cotiza en 7 mil millones de dólares), además posibilitó la inclusión de políticas de reparación social en las comunidades más afectadas por la prohibición. Los procuradores de las ciudades de San Francisco y San Diego anunciaron la semana pasada que revisarían unilateralmente 12 mil expedientes de personas sentenciadas por venta, posesión o cultivo de marihuana para poder eliminar sus antecedentes penales. El primer ministro de Canadá también ha prometido que, una vez que se haya regulado el mercado de marihuana, se podrían adoptar programas de amnistía.
En México, en cambio, seguimos aferrados a la idea de que con balas, militares y prisiones que castigan a jóvenes, podemos atender el tema de drogas. En vez de aprovechar la ventaja competitiva que representa el conocimiento que tenemos sobre el cultivo y cosecha de la marihuana (dando protección legal a campesinos y productores), insistimos en el absurdo de pretender erradicar las drogas y combatir una supuesta epidemia de adicción a la marihuana entre nuestros jóvenes. Sabemos que los jóvenes mexicanos no mueren por consumo de marihuana, sino por la guerra idiota que el Estado mexicano ha declarado en contra de su propia población. Pero igual insistimos que el problema es el consumo. En el campo, ante la reducción de la demanda en EU de la ilegal marihuana mexicana, los cultivos comienzan a cambiar de giro para producir más amapola. Hemos así generado —de nuevo— las condiciones para el crecimiento y fortalecimiento de otro mercado ilegal mexicano, con todas las injusticias y violencias que eso conlleva.
Apenas la semana pasada, la Cofepris mandó a funcionarios a retirar productos —cereales, shampoos y cremas— de “hemp” (es decir, cannabis no psicoactiva), de tiendas orgánicas de la Colonia Condesa, en la CDMX. Al mismo tiempo, el oportunismo político hacía gala en la postura del candidato del PRI al gobierno de la capital, azuzando el discurso que nos ha llevado por una ruta que ha costado miles de vidas al país. Dos candidatos presidenciales insisten en la necesidad de más debate, como si un año de foros nacionales sobre el tema, con expertos de todos los ámbitos y una sesión especial de Naciones Unidas no hubieran sido suficientes. Mientras, el tercer candidato guarda silencio.
La ruta está clara y la Suprema Corte le ha dado el anclaje constitucional: tenemos que regular los distintos usos de la cannabis. La prohibición genera violencia en nuestras ciudades y mantiene al campo en manos del mercado ilícito. Entre más tardemos, más costoso y menos provechoso será dar el paso inevitable. @cataperezcorrea