IMPULSO/ Andrew Selee
En diciembre del año pasado, 168 países firmaron el Pacto Global de Migración bajo los auspicios de las Naciones Unidas. México jugó un papel fundamental en el esfuerzo por dar a luz este acuerdo, ya que el entonces embajador mexicano de las Naciones Unidas, Juan José Gómez Camacho (ahora embajador en Canadá), presidió las deliberaciones del Pacto, junto con su contraparte de Suiza.
El acuerdo, que es voluntario y no vinculante en los sistemas legales de los países firmantes, es un marco general para que negocien entre ellos temas relacionados al movimiento internacional para que las migraciones sean “ordenadas, seguras y regulares”. Por lo tanto, es el primer intento de reconciliar la soberanía nacional, que rige las decisiones sobre quiénes pueden entrar en los países, con la realidad de que se necesita colaboración entre países de origen, de tránsito y de acogida de migrantes para manejar estos fenómenos.
Es un tema que ha sido, sin duda, polémico. Los gobiernos de los Estados Unidos y de Hungría decidieron no firmar el acuerdo, y 3 países se unieron a este rechazo, mientras que otros 12 se abstuvieron de firmarlo pero sin rechazarlo. Los gobiernos que se opusieron argumentaron que el Pacto los forzaría a recibir a migrantes que no querían y que les restaría soberanía.
En realidad, no es así, ya que el acuerdo no es vinculante y no genera nuevos derechos para los migrantes, sino propone un sistema —y un vocabulario común— para facilitar la cooperación entre países y manejar mejor los temas migratorios, pero con las decisiones radicadas exclusivamente en los gobiernos nacionales. Lo novedoso del Pacto es simplemente que hace un llamado a que tanto países de migración como de emigración, de tránsito e inmigración, dialoguen.
Dentro del marco del Pacto, los países de acogida deberían asumir responsabilidad por un buen trato a los migrantes y para tener un sistema de asilo robusto, pero es su decisión el recibirlos o no según sus propias leyes. Mientras tanto, los países de donde salen los migrantes deberían de tomar medidas para desincentivar la migración indocumentada y para recibir a los connacionales deportados, pero sin prohibirles la salida. Se generan corresponsabilidades mutuas entre países, si es que desean asumirlas.
Esto cobra relevancia en la actualidad mexicana. Si bien México es conocido como un país de emigración, con una diáspora de 12 millones de mexicanos en el exterior, la mayoría en los Estados Unidos, la realidad es que México ya es país de tránsito de cientos de miles de centroamericanos, haitianos, cubanos y otros en camino a Estados Unidos. También hay mexicanos que parten a otros países (la mayoría por la vía legal, pero no todos).
Vale la pena pensar cómo la realidad mexicana actual encaja en el marco del Pacto que el gobierno mexicano tuvo tanto empeño en crear. ¿Qué tipo de cooperación quisiera México tener con Estados Unidos, a donde se dirigen muchos de los migrantes que pasan por México (y todavía algunos mexicanos)? ¿Qué tipo de cooperación quiere México con los países centroamericanos, que son la fuente de gran parte de la migración que llega y a veces atraviesa México?
En ninguno de los casos hay respuestas fáciles a estas preguntas. La administración de Trump prefiere imponer sus preferencias más que cooperar en esfuerzos conjuntos. Los gobiernos centroamericanos a veces quieren colaborar pero les falta la institucionalidad (y a veces el compromiso) para dar seguimiento a lo acordado.
Pero no está demás tratar de concebir, quizás para otro momento, que podría ser posible la colaboración con los países al sur y al norte para dar un cauce ordenado, seguro y regular a estos flujos humanos que se mueven de un país a otro buscando una mejor vida. Es decir, generar canales legales para que algunos se puedan mover por motivos laborales, proteger a los que buscan protección de la violencia y prevenir que otros migren de forma irregular.