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Opinión


IMPULSO/ Benito Nacif

El debate sobre dinero público a los partidos

Cada año, el INE incorpora en su presupuesto el monto correspondiente al financiamiento público para los partidos políticos. Hace un par de días, la comisión encargada de revisar el presupuesto del 2016 anunció que el INE solicitará a la Cámara de Diputados 4,031 millones de pesos para este fin. 

 

La bolsa se calcula multiplicando el 75% salario mínimo vigente en el Distrito Federal por el número de personas inscritas en el padrón electoral. El INE tiene la responsabilidad de hacer el cálculo, formular el requerimiento, distribuir el dinero entre los partidos políticos, ministrarlo mensualmente y fiscalizar su ejercicio. Propiamente, no son recursos del INE sino de los partidos políticos.

No obstante, cuando el INE da a conocer el presupuesto anual que solicitará a la Cámara de Diputados –como ocurrió esta semana—, el financiamiento público a los partidos es la partida que mayor polémica genera. A pesar de que la institución se introdujo desde la reforma política de 1977, sigue teniendo una aceptación limitada en la opinión pública. Muchas personas se preguntan por qué tenemos que darles tanto dinero a los partidos políticos y si no sería mejor que se financiaran con aportaciones voluntarias de ciudadanos en vez hacerlo con impuestos.

Como todas las instituciones, la razón de ser del financiamiento público de los partidos políticos en México se encuentra en la historia. Fue una de las claves que permitieron una transición ordenada y pacífica de un régimen de partido único a un sistema democrático competitivo. La introducción de un esquema amplio de financiamiento público a los partidos ocurrió tras la reforma electoral de 1996.

La reforma aceleró la necesaria separación entre Estado y partido gobernante. Al mismo tiempo, permitió a los partidos de oposición realizar campañas electorales realmente competitivas. Tras la reforma de 1996, la competitividad electoral aumentó significativamente y la alternancia en el partido gobernante se volvió parte de una nueva normalidad.

El financiamiento público no fue concebido sólo como un instrumento de transición, sino también como una institución necesaria en un sistema democrático. Se le vio como una respuesta al problema de la corrupción electoral. Si los partidos políticos y candidatos dependían totalmente de las aportaciones privadas para competir en las elecciones, al final del día terminarían representando a sus financiadores y no a la ciudadanía. El financiamiento público les permitiría lidiar con las presiones de los intereses económicos durante las campañas; los haría depender de los votos y no del dinero.

Pero en la política como en la economía no hay almuerzo gratis. La experiencia muestra que, a pesar de sus ventajas, el financiamiento público engendra sus propios problemas. Uno de ellos es la tendencia a proteger el statu quo. Dado que en buena medida los recursos se distribuyen en función de los resultados de la elección previa, el sistema perpetúa la ventaja de los partidos con mayor votación. Asimismo, vuelve permanentes las desventajas de los partidos pequeños. Este problema se agudiza en el caso de partidos de reciente creación y candidatos independientes.

Una segunda desventaja del financiamiento público es la tendencia a la burocratización de los partidos. Conforme reciben dinero público, los partidos sustituyen la colaboración voluntaria de simpatizantes y activistas por el trabajo remunerado. Ello los va aislando paulatinamente de la ciudadanía y los movimientos sociales.

En suma, no está mal que el anuncio del monto destinado al financiamiento de los partidos políticos se reciba con el cuestionamiento y el debate acostumbrado. Los mexicanos tienen derecho a preguntar qué están recibiendo a cambio de lo que pagan con sus impuestos. 

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