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Opinión

IMPULSO/ José Antonio Lozano Díez
El paradigma de la anticorrupción

El nueve de diciembre fue el Día Internacional contra la Corrupción, muchos actores de la sociedad en México se pronunciaron por un combate más activo a este mal endémico, entre ellos, la International Chamber of Commerce, la Organización de las Naciones Unidas y la representación de Empresas Globales en un evento llevado a cabo en la Universidad Panamericana.

La conciencia de la necesidad de combatir la corrupción de manera más activa se ha extendido por el mundo en los últimos años. Si pudiéramos decir que la década de 1990 fue la década de la desregulación y el libre comercio, la del 2000 fue la de la seguridad, la actual lo es de la anticorrupción.

La conciencia de que la corrupción es centro de muchos problemas que lastiman a las sociedades avanza influyendo en resultados electorales, economía y el ánimo en general.

El modo en que se pretende combatir es creando y reforzando instituciones como el Sistema Nacional Anticorrupción en nuestro país. Sin embargo, para que funcionen es evidente la necesidad de mejorar el nivel ético de sus operadores.

Si todos estamos de acuerdo en la necesidad del comportamiento ético, lo que no está claro para todos son sus contenidos, sus raíces y sus justificaciones más profundas.

En ese sentido, aunque existen muchas y diversas posturas al respecto, dos son las que han tenido mayor influencia durante los últimos años: aquellas que identifican el comportamiento ético con el legalismo y aquellas que identifican el comportamiento ético con un catálogo de prohibiciones.

Las posturas que identifican el comportamiento ético con el simple cumplimiento de la ley son las más extendidas en el discurso público, para ellas la ética es una externalidad, una mera formalidad que no implica ningún aspecto interno de la persona. Desde esa óptica el mero cumplimiento de las normas socialmente aceptadas alcanza el deseable ideal ético.

A lo largo de la historia, las posturas legalistas han demostrado insuficiencia para alcanzar comportamiento ético generalizado en la sociedad.

Olvidar la riqueza que hay en el interior de cada persona, desdeñar la antropología, las intencionalidades que hay detrás de cada acto externalizado termina teniendo como consecuencia justamente lo contrario: ambientes sociales altamente corruptos.

Por su parte, las posturas que plantean la ética como un catálogo de prohibiciones resaltan los aspectos negativos de las conductas inadecuadas del ser humano. Parten de un pesimismo antropológico que plantea al hombre como un ser incapaz de proyectos magnánimos, como un ser que responde únicamente a incentivos de carácter egoísta, y que por ello debe ser limitado por ciertas reglas que en caso de no existir lo llevarían al desorden personal y a la anarquía social.

Las posturas que reducen la ética a categoría de prohibiciones, olvidan también la enorme riqueza que hay en la naturaleza humana que si bien tiene aspectos que requieren ser controlados, también posee un sentido de ser superior, positivo, de grandeza personal. La ética como prohibición no es atractiva, no significa un modelo de vida personal por el que valga la pena trabajar.

A largo plazo, reducir la ética a un catálogo de prohibiciones conduce al desencanto y con ello a la rebelión y en última instancia la corrupción, cosa que ha sucedido también en las sociedades contemporáneas que han tendido a la vulgarización.

Por ello, desde nuestro punto de vista si bien las posturas anteriores tienen elementos de verdad son insuficientes para conseguir un ideal ético sustentable de largo plazo. El hombre por naturaleza se encuentra en una búsqueda permanente por su plenitud. La ética debe ser entendida precisamente como la forma en que el hombre alcanza esa plenitud.

La ética debe ser entendida no como una simple externalidad sino como la manera más genuina de ser del hombre. Se trata de la vía de fondo para acabar con la corrupción.

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