Diciembre 22, 2024
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Ola de suicidios en La Montaña con herbicida

IMPULSO/ Agencia SUN
Zilacayotitlán, Gro.
El panteón de Zilacayotitlán es bastante grande en proporción con el tamaño del pueblo, de más de mil habitantes. Ahí yacen cinco chicas y dos chicos que se suicidaron entre 2014 y 2016 en actos recurrentes y tan similares que alertaron a la comunidad me’phaa de La Montaña. Todos se mataron con herbicida. Un veneno más potente que un piquete de alacrán y más letal que la mordida de una víbora de cascabel, de las que abundan por estos parajes.
Según el Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, con sede en Tlapa, cabecera económica de la región, entre 2013 y mediados de 2015 (año en que dejó de rastrear los casos) hubo 29 suicidios con herbicida; en 2016, un total de 73 personas se quitaron la vida por diversos medios, apunta a su vez el Inegi, que tiene un registro de 2.1 por cada 100 mil habitantes, mientras que la Secretaría de Salud estatal reportó 83. Sólo que Guerrero no figura entre las entidades con mayor incidencia en el país. Chihuahua es la primera, con 11.4 por cada 100 mil habitantes.
Neil Arias, abogada de Tlachinollan, asegura que ocurren más casos de los que están registrados, que la Secretaría de Salud contabiliza entre 2013 y 2017 en 354. Cimitrio Guerrero, director de Educación Media Superior a Distancia (EMSAD) aquí, cree saber por qué. “El herbicida no tarda más de tres horas en hacer efecto. Si quieres llegar a Tlapa —donde está el Hospital General más o menos equipado— para atenderte no llegas, te mueres en el camino. O cuando llegas, es demasiado tarde y ya no tienes remedio”, dice.
“La familia prefiere ahorrarse el trámite”, indica. Ir al hospital significa avisar al Ministerio Público para que lleve el cadáver a la morgue de Chilpancingo. Traerlo de ahí, a casi 10 horas de distancia, ahorrarse toda esa burocracia para que se entregue el cuerpo de un ser querido; es comprensible que no se avise de estas muertes, menciona el funcionario.
Zilacayotitlán, en el municipio de Atlamajalcingo del Monte, está a más de tres horas en coche de Tlapa, en medio de bosques de niebla y caminos destrozados por las lluvias.
Los estudiantes del EMSAD, 60 muchachos me’phaa, la mayoría mujeres de 15 a 18 años, juegan voleibol en el patio de la escuela que es un edificio de dos plantas y tres aulas.
A 2 mil 240 metros de altura el frío de la mañana golpea la cara, pero los chicos parecen no sentirlo, corren tras la pelota como si estuvieran en el trópico.
Pero no son ajenos a la fatalidad. El profesor Cimitrio los reúne para hablar del tema. Está convencido de que callar ante la tragedia no es la mejor forma de combatir lo que la ocasiona o, al menos, buscar qué la motiva. Dos días antes, en Tlapa, dijo que la primera vez que una muchacha se suicidó, Florentina, de 29 años, en abril de 2014, fue como un golpe que aturdió a todos.
“Luego buscamos cómo decirle a los muchachos que se trataba de un acto de terribles consecuencias. Que no podía volver a ocurrir y hasta llegamos a pensar que fue aislado”, dice. Ese mismo año, el 10 de mayo, Kenia se suicidó. Tenía 25 años y dos hijos. En el aula donde están los chicos, profesores y madres del comité de vigilancia y se discuten los hechos. Los jóvenes no se animan del todo, pero al final señalan que deben ser los problemas familiares —desintegración, varones hasta con cuatro familias—, la incomunicación y los desamores. Un par de las mujeres que se suicidaron aquí lo habrían hecho porque se embarazaron y sus parejas las rechazaron.
Un año después de los primeros dos suicidios, en 2014, ocurrieron tres más. En 2015 se quitó la vida Rosa, de 16 años, el 2 de enero, y luego Nancy, de nueve años, hermana de Kenia. Y tras ellas, Celso, de 14 años. Entonces, dice Cimitrio, hicieron una asamblea en el pueblo. Hablaron con los jóvenes. A los padres les pidieron que escondieran el herbicida, que enviaran a sus hijos a la escuela, que podía ser culpable el ocio.
Pero en 2016 hubo dos casos más. En marzo lo hizo Estela, de 17 años. Murió un domingo tras ingerir herbicida y cuando sus padres quisieron reaccionar el veneno ya había surtido efecto. El segundo suicidio de 2016 fue un par de meses más tarde. Florencio, de 25 años, se mataría del mismo modo. Era de Piedra Blanca, un caserío anexo a Zilacayotitlán.
En Tlapa se habla del tema. Flota en el aire. Jairo Cruz Basurto, rapero me’phaa del grupo llamado Inéditos Crew, escribió una canción sobre una chica que, rechazada por su novio de quien está embarazada y de sus padres al enterarse, decide suicidarse.
Jairo dice que estos casos son más comunes de lo que se cree. Comenta que en septiembre ocurrió en Alpoyeca, cerca de Tlapa, donde el sicólogo Régulo Osorio Cano, del Centro de Atención Primaria en Adicciones, lo confirma. Critica que los medios locales los reduzcan al sensacionalismo. La incidencia es alta y hasta él han llegado chicos con intenciones suicidas, “10% del total que tratamos al año, que son unos 300. Es decir, unos 30 muchachos”.
Es fácil conseguir herbicida. En las tiendas de fertilizante el litro cuesta 120 pesos y no hay restricción de venta. Arias dice que el problema del subregistro es porque en los centros de salud muchas veces no usan el término suicidio al levantar el acta de defunción.
En la Secretaría de Salud del estado parecen darle la razón. En Chilpancingo, el jefe de Comunicación Social, Alberto Herrera Santos, se sorprende. Afirma que no conoce el herbicida y al tercer día envía un boletín con los datos mencionados arriba y las medidas que están tomando. No se dice que en La Montaña hay más suicidios con herbicida que en las otras siete regiones de Guerrero y que son mujeres indígenas las que lo han ingerido en su mayoría, de 14 a 30 años. Por eso, tal vez, no hay registro oficial de los dos últimos suicidios de este año. Sólo la prensa los difundió. El último fue el 29 de octubre, cuando Eufrocina, de 14 años, de Oztocingo, bebió herbicida, “después de que encontró a su enamorado con otra mujer al interior de su domicilio”.
El panteón de Zilacayotitlán es, en comparación con el pueblo, desproporcionado. Hay 480 tumbas por los mil 79 habitantes, desde las más humildes con una cruz en la cabecera de un montón de tierra, hasta las que tienen criptas de cemento. En dos de estas se hallan las hermanas Kenia y Nancy Avilés. Su historia es historia oral en el pueblo. Se enamoraron del mismo hombre y él es, fue, de esos que van devorando mujeres y escupiendo sus huesos. Las hermanas están separadas por la tumba de su abuela, que pereció hace años. Su madre decidió que si en vida se separaron no tendría una razón por la que ser diferente en la muerte.El Univers