IMPULSO/Jesús Reyes-Heroles G.G.
La economía mexicana ha vivido varios periodos de inflaciones altas (digamos superior a 10% anual), los más recientes son 1973-1993, 1995-2000. Al enfrentarla, los mexicanos aprendimos que es muy fácil iniciar periodos de inflación y muy difícil salir de éstos. El mejor ejemplo es el que comenzó en la presidencia de Luis Echeverría y se descontroló en el periodo de López Portillo; la inflación anual no regresó a 10% o menos hasta 2000, casi 30 años después.
Las causas y dinámicas de esas inflaciones son muy distintas y han sido analizadas profusamente. En todo caso, afortunadamente, 35% de la población mexicana, nacida desde el 2000, no ha vivido con inflación y, por tanto, no se alarma cuando ésta repunta.
La semana pasada, el INEGI anunció que la inflación al consumidor (INPC) alcanzó 5.8% a tasa anual, que no se observaba desde mayo de 2009. Este repunte tiene una gestación y dinámica particulares. El peso empezó a depreciarse a principios de 2015 y, gradualmente, los precios al productor (INPP) comenzaron a reflejar ese aumento del tipo de cambio. En junio de 2015, la tasa de aumento anual del INPP igualó y luego rebasó la del INPC.
A raíz de eso, en agosto de 2015, publiqué en este espacio “La inflación que viene”. El sustento para esa afirmación es que, en una economía pequeña y abierta como la mexicana (los bienes que se importan y exportan equivalen a 70% del PIB), un shock cambiario repercute en un aumento de los precios, primero de esos bienes, los comerciables, y poco a poco de los precios de los bienes no comerciables (servicios, construcción, vivienda, etcétera).
Sin embargo, transcurrieron varios meses sin que la inflación al consumidor aumentara. Algunos lo explicaban señalando que la insuficiente actividad económica y el magro crecimiento contrarrestaban el impulso inflacionario. Tienen razón en parte, pues los precios al productor sólo comenzaron a aumentar más rápido hasta enero de 2016. Mientras eso sucedía, los precios al consumidor incluso disminuyeron, lo que en parte se explica por “una disminución del precio del gas natural y que el precio de los combustibles no había sufrido modificación desde enero de 2015. Ambos factores contribuyeron a una disminución de las tarifas eléctricas”. También lo explica la reducción de los precios internacionales de diversas materias primas (‘commodities’), así como de tarifas en telecomunicaciones.
En retrospectiva, un factor decisivo para ese ajuste rezagado de la inflación al mayor tipo de cambio fue la convicción o esperanza de que el peso regresaría, de 20.5 pesos por dólar en diciembre de 2016 a niveles “normales” y consistentes con un precio del petróleo bajo, del orden de 40 dólares por barril, o sea 17 pesos por dólar. El triunfo de Trump, sus mensajes anti mexicanos, sus planteamientos económicos y comerciales, así como sus “órdenes ejecutivas” después de su toma de posesión desmoronaron la ilusión de un tipo de cambio más bajo. A todo eso se agregó el mal manejo del aumento del precio de los combustibles, en diciembre de 2016 y enero de 2017, que apuntaló un nuevo ‘plateau’ para los precios y una inflación más alta.