IMPULSO/ Gabriel Guerra Castellanos
Para cuando empiece usted a otear este artículo, querido lector, estarán en marcha los preparativos para las distintas conmemoraciones a tener lugar en México por el aniversario de la matanza de Tlatelolco, en la que perdieron la vida un número aún indeterminado de estudiantes que se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas.
Desde entonces, al grito de “¡2 de octubre no se olvida!”, cada año se llevan a cabo diferentes tipos de manifestaciones en homenaje a los caídos o en recuerdo de lo que fue probablemente el mayor y más amplio movimiento político y social en la historia moderna de nuestro país. El de 1968 rebasó por completo a la maquinaria política y policiaca del Estado mexicano, movilizó a centenares de miles de jóvenes hasta entonces relativamente ajenos a la cosa pública y develó ante millones de conciencias la cerrazón absoluta del gobierno frente a quien intentara arrebatarle, exprimirle, aunque fueran algunas gotas de libertades.
Con el paso de los años, de las décadas, se han ido perdiendo el recuerdo y la noción de lo que verdaderamente significó el movimiento estudiantil de 1968 y de su trascendencia: fue uno de los principales peldaños que tuvo que escalar la sociedad mexicana en su larga lucha para llegar a construir el sistema democrático liberal en que hoy vivimos. Lamentablemente, lo que fue un enorme despertar cívico se asocia hoy en día con el vandalismo de grupitos que se dicen anarquistas pero que no entienden siquiera la letra con la que inicia la palabra. Porque anarquistas, lo que se dice anarquistas, fueron los originarios: hombres y mujeres revolucionarios, profundamente libertarios, que planteaban la negación del Estado no como destrucción o violencia, sino como superación del individuo y del “yo” que se convierte en “nosotros”.
Pero me desvío, cosa nada rara en mí. Estaba lamentando la manera en que se ha pervertido la memoria del ’68 por la cada vez más frecuente aparición disruptiva y destructora de estos grupillos violentos que nadie sabe de dónde vienen ni de dónde reciben los recursos económicos para aparecerse en una marcha sí y otra también. De la inoperancia de las autoridades capitalinas para contener y aislar a esos grupos mejor ni hablemos, y de los “cinturones ciudadanos” para aislarlos prefiero no opinar siquiera, salvo para desearle buenaventura a los servidores públicos a los que se lanza al ruedo sin equipamiento ni preparación adecuados.
Si queremos en verdad honrar la memoria de ese tumultuoso año de 1968, deberemos no solo pensar en la masacre de Tlatelolco sino en todos los sacrificios y todas las víctimas de la cruda y desaseada respuesta del gobierno del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz. Los miles y miles de detenidos, golpeados, torturados y desaparecidos; la infame crujía J a la que iban a dar numerosos presos políticos; la represión que quiso acabar con los sueños e ilusiones de una generación pero que solo sirvió para reforzarlos y, en muchos casos, para radicalizarlos.
La semana pasada me referí a muchos de los intentos por democratizar al país o por mejorar las condiciones de vida y trabajo de distintos sectores, que fueron enfrentados con el puño cerrado de los poderosos si no es que con los fusiles y bayonetas de la tropa. Ante la violencia institucional, que nadie puede negar, hubo quienes optaron por la resistencia armada, la guerrilla. Y lo que a los incipientes movimientos armados les faltaba, es decir teóricos e intelectuales, se les sumaron con creces tras la barbarie diazordacista.
Así que cuando vea usted mañana las imágenes de las marchas, cuando escuche las consignas, piense por un momento, caro lector, en lo que verdaderamente fue 1968 y lo mucho que los mexicanos de hoy le debemos a quienes se animaron entonces a salir a las calles con los rostros descubiertos, como solo lo hacen los valientes.
Twitter: @gabrielguerrac