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Navidad en el Museo (II)


IMPULSO/ José Antonio Aspiros Villagómez

Se llevaron la máscara de Pakal

Había algo más de gran atractivo para robar aquel 25 de diciembre de 1985 dentro de la vitrina 10 del Museo Nacional de Antropología (MNA): tres estupendos discos de madera cubiertos de mosaico de turquesa, concha, coral y jadeíta, procedentes de las pirámides de El Castillo y Templo de los Guerreros, también de Chichén-Itzá.

Imposible dejarlos, su perfección geométrica, sus motivos serpentinos, su condición de ejemplos de la alta capacidad técnica y estética que alcanzaron los mayas en los últimos ocho siglos de una civilización varias veces milenaria siempre los harán codiciables.

El botín de los dos bandidos, Carlos Perches y Ramón Sardina, apenas comenzaba a integrarse. Se dirigieron hacia el capelo número 8, que aún sin medidas de seguridad no era fácil de remover, y tomaron un pendiente de concha en forma de pez, un fragmento de pectoral de jade con una figura humana de perfil en relieve y dos piezas en hueso de singular belleza: un personaje ricamente ataviado y tocado de plumas y un reptil con escenas humanas talladas en su vientre.

Y luego vino el golpe maestro en la Sala Maya: un tesoro compuesto por 32 piezas de jade, procedentes de la tumba del Templo de las Inscripciones, cuyo descubrimiento en 1952 por Alberto Ruz Lhuillier reveló que sí hubo en Mesoamérica pirámides con usos funerarios, igual que en Egipto.

¿Sabían los ladrones su valor cultural o solamente el económico? El jade era considerado un material más valioso que el oro y los mayas no escatimaron esfuerzos para conseguirlo pues, según los geólogos actuales, sus yacimientos son raros en este territorio.

El artículo más importante de este lote, cuya antigüedad se remonta al periodo clásico tardío (600 a 900 d.C.) es la máscara de magnífica factura a base de unos 200 fragmentos de jade con ojos de concha e iris de obsidiana, encontrado dentro del sarcófago donde estaban los retos del monarca Pakal o Pacal, el “Escudo Solar”, al que muchos llamaron “el astronauta de Palenque” por el parecido de la imagen grabada en su lápida con el de una cápsula espacial.

Las demás piezas eran ornamentos de aquel gobernante: una diadema, collares, orejeras, anillos y cuentas y dos figuras del templo XVIII: una máscara de mosaico de jade procedente de la tumba 3 y una cabeza de murciélago, de perfil, de la tumba 2.

No era suficiente, los ladrones salieron al amplio patio interior, doblaron a la izquierda y entraron a la sala de las culturas de la Costa del Golfo. Nada ni nadie franquearon su paso, nada les impidió quitar allí un capelo dentro del cual había figuras a escala representando una escena, romper la única de ellas que no era auténtica, sino replica confeccionada para completar el conjunto, y abandonar todo para dirigirse a la contigua Sala Oaxaca.

En ese sitio abrieron la vitrina número 7 y, sin el menor escrúpulo, se apoderaron de 73 piezas de orfebrería -había 75- representativas del arte que desarrolló la cultura mixteca o que fueron obtenidas por la vía del intercambio o del tributo de lugares tan distantes como Veracruz, Guerrero y Tenochtitlan.

Zaachila, la Mixteca, Valle Nacional, Yanhuitlán, Tututepec, Nochistlán, Teotitlán del Valle y del Camino, Tlacolula, Monte Albán, Tilantongo y la ciudad de Oaxaca eran los lugares de origen de tan hermosas joyas, elaboradas hace entre 500 y mil años con gran maestría y calidad estética, con técnicas complejas como el repujado, la soldadura de componentes y la fundición, principalmente por el método de la cera perdida.

Entre pectorales, collares, pendientes, discos, cascabeles, anillos, orejeras, narigueras y ornamentos para los labios, destacaba en el botín un pectoral proveniente de Yanhuitlán con forma de escudo o “chimalli”, trabajado con oro y turquesas, una perfección de 7.7 centímetros de alto por 8.3 de ancho que tiene grecas en el centro, está atravesado por cuatro flechas y le cuelgan once cascabeles alargados.

En la Sala Oaxaca, sin embargo, había otra pieza tentadora que estaba en la mira de los rateros, perfecta además para los ritos idolátricos a que supuestamente iban a destinarse los objetos del hurto, ésta era la pieza más antigua (450 d.C.) de las que habrían de ser robadas. Continuará.

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