IMPULSO/Agencia SUN
Zacatecas
A los 12 años, Silvia Valdés González, una indígena de origen wixárika, fue forzada a convertirse en la mujer de un hombre de 43 años de su misma etnia. Ella pensaba que ése era su destino y debía aguantarse, así que por casi 10 años sufrió casi todo tipo de violencia de género. Cuando la situación llegó al punto de que su pareja la amenazó con un cuchillo, rompió todas las ataduras: lo denunció, dejó su pueblo y abandonó su cultura para salvar su vida y las de sus hijas.
Silvia actualmente tiene 30 años y recuerda que bajo engaños el hombre identificado como J. Isabel la raptó, la violó y la obligó a vivir una vida marital que ella no quería, hasta hace unos años.
La Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia reconoce varios tipos de violencia: sicológica, física, patrimonial, económica, sexual, familiar, laboral, de comunidad, institucional y la más extrema, que es el feminicidio.
De acuerdo con el Sistema Integrado de Estadísticas sobre Violencia contra las Mujeres (Siesvim), del Inegi, en 2016, de los 46.5 millones de mujeres de más de 15 años que hay en el país, 66.1% (30.7 millones) enfrentó violencia de cualquier tipo alguna vez en su vida, lo que representa un aumento de cuatro puntos con relación al reporte anterior de 2011, cuando el porcentaje era de 62.8% (26.7 millones). En 43.9% de los casos, las agresiones provinieron del esposo o pareja actual o la última a lo largo de su relación, mientras que 53.1% sufrió violencia por parte de algún agresor distinto a la pareja.
Opciones de ayuda
Actualmente, 30 estados (sin contar a Estado de México y la Ciudad de México) tienen un organismo estatal encargado de dar asistencia y atención a las mujeres que así lo requieran —principalmente por violencia—, los cuales han sido fundados en los últimos 19 años, Zacatecas es de las entidades precursoras con el Instituto para la Mujer Zacatecana.
En 25 estados cuentan con institutos estatales de la mujer, mientras que en Chiapas, Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Zacatecas ya tienen una Secretaría de la Mujer, la cual les permite mayores facultades, como el manejo del presupuesto para la atención del problema. Pero en otras entidades como en Tlaxcala y Jalisco, los institutos funcionan con presupuesto del Programa de Apoyo a las Instancias de Mujeres en las Entidades Federativas (PAIMEF).
En un recuento realizado por EL UNIVERSAL, Guanajuato es el estado que más centros de ayuda para las mujeres tiene, al contar con 46 unidades del Instituto de la Mujer Guanajuatense y 62 centros de atención integral de la violencia.
En contraste, las entidades que menor cantidad de centros presentan son Morelos, donde operan dos centros; Quintana Roo con uno; Durango tiene un Centro Estatal para la Justicia de la Mujer; Veracruz con un centro y un albergue en construcción; en Hidalgo sólo funciona uno perteneciente a una asociación civil en coordinación con la Secretaría de Salud y el Instituto Hidalguense de las Mujeres, y Colima, donde se cuenta con el Instituto Colimense de las Mujeres, pero no tiene ningún centro de atención.
En un hecho inédito, el pasado 8 de agosto, la Secretaría de Gobernación, a través de la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim), decretó la Alerta de Violencia de Género para todo el estado de Zacatecas y no para algunos municipios como había ocurrido anteriormente.
A pesar de que Zacatecas registra 13 feminicidios de enero a junio —y ocupa el lugar 14 en el país—, es la segunda entidad con mayor tasa de homicidios contra mujeres por cada 100 mil mujeres, con 1.52, sólo después de Colima, de acuerdo con datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).
El viacrucis de Silvia
Oriunda de San Sebastián de Teponahuaxtlán, en el municipio de Mezquitic, Jalisco —donde se asienta parte del pueblo wixárica— Silvia Valdés González recuerda que cuando tenía ocho años se hizo cargo de sus tres hermanos menores debido a que su padres fueron elegidos como parte de los guías o chamanes (maraka’ames), quienes por cinco años realizan la peregrinación por los diversos santuarios de la Ruta Wirikuta.
Ella y sus hermanos lograron salir adelante con los víveres que les mandaba su familia, pero un día que se quedaron sin alimento Silvia decidió ir a ver a sus padres a la comunidad de Pueblo Nuevo. Se despidió de sus hermanos y se fue a la carretera para esperar el transporte de las 5:00 de la tarde, pero éste nunca pasó.
Más tarde, cuenta, pasó una camioneta con dos hombres, uno de ellos de su misma comunidad de nombre J. Isabel, quien le ofreció llevarla a Pueblo Nuevo. Al llegar a un entronque, tomaron por otra ruta y aunque pidió que la bajaran, todo fue en vano y la entonces menor de 12 años fue llevada a la Sierra, donde trabajaba su captor.
Silvia comenta que en un principio tenía la esperanza de que J. Isabel la llevaría con sus padres, pero al paso de las horas comprendió que “había sido robada”, y comenzaban los abusos.
“Al día siguiente, ese señor me dejó ir con mis padres. Me advirtió que ellos tal vez me regañarían. Al llegar, les dije a mis papás lo ocurrido, pero no hicieron nada por mí, porque así son las costumbres: si una es robada ese es nuestro destino. Regresé con él, porque ahora debía obedecerlo como mi esposo”.
Silvia fue forzada a vivir con el hombre. Después, a los 13 años, tuvo su primer embarazo y cuando comenzaron los primeros dolores le dijo a su esposo que estaba a punto de dar a luz. Sin embargo, cerca de donde vivían no había ni clínicas ni parteras, por lo que J. Isabel la hizo caminar por la carretera, y ante el paso lento de Silvia debido al dolor, el hombre comenzó a jalonearla y en un momento de ira la azotó contra un auto estacionado.
Al no aguantar más, la mujer dio a luz en unos predios, pero su hijo nació muerto. J. Isabel la responsabilizó del deceso del menor. Silvia cuenta que nunca tuvo derecho a decidir cuándo ni cuántos hijos tener, pues al poco tiempo quedó embarazada de su primogénita Yesica, después fue Sonia, luego Sofía y a los 21 años tuvo a Julia.
Para entonces, la mujer y su familia vivían por temporadas en la comunidad de Huejuquilla. Ahí aprendió a hablar español y conoció a la comunidad de cristianos, quienes comenzaron a ayudarla y la asesoraron para que obtuviera las actas de nacimiento de sus hijos. Su esposo le permitió el registro de las menores con la condición de que sólo llevaran su apellido.
Silvia aceptó convertirse al cristianismo, pero por tomar esa decisión fue expulsada de su etnia. Sus padres le dijeron que al creer en otro Dios para ellos ya estaba muerta. Desde entonces nunca más volvió a pisar su pueblo wixárica.
En tanto, su esposo comenzó a celarla, cuando ella se iba a sus reuniones de oración, la acusaba de ir a ver “a sus amantes”, además de limitarle el dinero. Sin embargo, una pareja de cristianos se apiadaron de ella y la apoyaron económicamente para que comprara chaquira y pudiera elaborar artesanías para vender.
De pronto, Silvia hace una pausa para limpiar sus lágrimas al recordar que un día para impedir que saliera de su casa, su esposo la golpeó y la amarró de unos tubos con su propio pelo, la dejó inmovilizada por varias horas. “Mi hija más grande tenía como tres añitos y al verme fue por unas tijeras y como pudo con sus manitas me cortó el cabello para liberarme”.
Cada vez la situación escalaba más. Otro día, en estado de ebriedad y lleno de ira, su esposo le quemó todo su material. “Yo tenía a Cristo en mí y no le reclamé”, afirma. Un día, Silvia intentó dejarlo, pero J. Isabel la golpeó y sacó un cuchillo. La mujer se defendió y forcejearon, ella quedó herida en una mano. Por el escándalo, alguien reportó el hecho y la policía se hizo presente, lo cual aprovechó Silvia para acusarlo y el hombre fue detenido. Lo último que escuchó de él fue la amenaza en su dialecto: “Cuando salga regresaré a matarte”.
“Yo perdoné al que fue mi esposo, quien murió al poco tiempo que lo dejamos. Se dedicó a tomar por días enteros, sin comer ni dormir. Un día me hablaron para informarme que él había muerto, ese día me sentí libre, porque me daba tranquilidad que ya no me volvería a hacer daño”.
Nueva vida
Tras el incidente, no dudó en huir y se fue a Zacatecas, donde con el apoyo de varios cristianos se fue a un albergue y a sus hijas las llevó a la Casa Hogar Amor y Esperanza. Durante tres años trabajó haciendo limpieza en la casa hogar y después consiguió en el Cerro de la Bufa, un lugar para vender sus artesanías, donde conoció a una persona que la canalizó a la Casa de las Artesanías y logró un apoyo económico por parte de la Secretaría de las Mujeres para elaborar collares, pulseras y prendedores. Ahora recibe algunos pedidos a través de las instancias turísticas, ya que sus mercancías a veces son enviadas hasta Europa.
Hace más de un año, Silvia se dio la oportunidad de rehacer su vida con un joven de su misma etnia con quien ha procreado un hijo de nombre Gael, pero aún mantiene sus reservas. Advierte que ha madurado y en ningún momento dudaría en separarse si volviera a ser violentada. Silvia dejó el estatus de víctima para convertirse en una sobreviviente de la violencia de género.
Incluso, ha participado en algunos foros para dar testimonio de su caso a otras víctimas para poner un alto a todo tipo y modalidad de violencia.
Instrumentos jurídicos, obsoletos: indica especialista
En entrevista con EL UNIVERSAL, Lucía Núñez Rebolledo, doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana e investigadora en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, comenta que la violencia de género tiene un componente sexual, sea el caso de la violación, el acoso o abuso.
La especialista considera que los instrumentos jurídicos son anticuados, porque provienen desde una perspectiva masculina y las legislaciones son discriminatorias y sexistas, debido a estas situaciones se genera violencia en hombres y mujeres, ya que crean estereotipos y construyen en su discurso a un tipo de hombre y mujer.
Núñez explica que no sólo se trata de encarcelar o expulsar de una institución a los infractores, los centros educativos e instituciones tienen que asumir la responsabilidad a través de políticas que sancionen a las mismas para que así se ataque en el interior y tomen conciencia al respecto. “Plantear la idea de no sólo sancionar a la persona que violenta, sino a las instituciones por no tener políticas contra estas conductas”.