IMPULSO/Agencia SUN
Ciudad de México
- Después de 32 años, se repite la historia en la Ciudad de México.
El destino nos tenía preparado otro 19 de septiembre, pero, a diferencia del de 1985, que vino sin que nadie lo esperara, este otro del 19 de septiembre cayó sobre nosotros de la peor manera: dos horas después del simulacro que probaba que estamos preparados para lo peor, el mismo día en que conmemoramos 32 años de la fecha siniestra, la peor tragedia en la historia moderna de la ciudad.
Nunca creí volver a ver a todo esto, helicópteros, sirenas, vidrios rotos, pedazos de balcón o de fachada tirados en la banqueta, gente llorando en los camellones, olor a gas, ataques de histeria, piedras y varillas retorcidas en donde antes hubo un edificio, un edificio en que la gente vivió y tuvo hijos.
Habían pasado apenas 20 minutos de este otro 19 septiembre y en varias calles quedaba claro que había ocurrido algo anormal. La ciudad tenía un poco de hormiguero desquiciado, ésa clase de locura que acompaña sólo a las grandes tragedias.
En Ámsterdam y Laredo había un edificio colapsado, pasé por allí en el momento en que rescataban de las ruinas a un pequeño perro negro que salió de los escombros con la cola entre las patas y empezó a ladrar del susto o de la felicidad.
Alguien dijo que se escuchaban gritos, que había gente viva entre los escombros. Ya había policías y personal de Protección Civil cerrando la calle, se acercaba una excavadora. Varios civiles trepaban por los escombros y escarbaban con las manos entre las piedras.
Un colchón asomaba brutalmente a mitad de las ruinas, había varios trajes de hombre envueltos aún en el plástico de la tintorería, una carpeta repleta de papeles, una hoja de papel en la que la mano torpe de un niño había dibujado varias figuras humanas y un cuaderno en el que se había empleado sólo una hoja para jugar “basta”.
Vi cosas horribles, pero ninguna me sacudió tanto como un pequeño oso de peluche que miraba al cielo con los brazos abiertos. “Allí está sepultado un bebé”, dijo alguien.
Varios hombres comenzaron a lanzar escombros desde arriba, cayeron puertas, pedazos de armarios, marcos de ventana, una lavadora aplastada. No hubo necesidad de que nadie dijera nada, en unos minutos, los que estábamos abajo, cientos ya, formamos una cadena humana que trasladó los despojos hasta la esquina opuesta y sobre el camellón de Ámsterdam.
Nadie sabía qué hacer, pero todos querían hacer algo. Con el polvo que caía sobre la ropa, se me vinieron encima las imágenes de antes: el Regis, el Centro Médico, el edificio Nuevo León, no sé… la cafetería Superleche. Allí estaban otras vez los mismos, pero con otras caras.
Vi a los hipsters de La Condesa quitarse las camisetas para ponerse a cargar escombros. Meseros y meseras de las fondas cercanas corrieron a ayudar. Vecinos con tapabocas y sin ellos conseguían botes, cubetas, carritos de supermercado, todo lo que sirviera para acarrear. Los que hace 32 años sobrevivimos al otro sismo también nos pusimos en fila.
Rescataron los cuerpos de dos personas que iban por la calle cuando el edificio colapsó, no logré verlas, dijeron que estaban muertas.
Había una patrulla de la SSP semiaplastada en la esquina, también había cables enmarañados y árboles caídos. Todos gritaban órdenes y contraórdenes, todos callaban cuando los hombres que estaban sobre los escombros decían que acababa de escucharse algo.
No sé quién dijo que allí había 10 personas sepultadas y entonces una muchacha se hincó sobre las piedras y comenzó a excavar con las manos como un animal.
Tres horas más tarde, había tres cadenas organizadas —la SSP y Protección Civil habían tomado el mando— y la cadena humana se internaba en el Parque México: cientos de pedruscos, trozos de muro, pedazos de escalón y azulejos de cocina y de baño pasaron por nuestras manos.
Oí que hacía falta ayuda en Puebla y Salamanca y como aquí ya éramos cientos, acaso miles, me moví hacia allá. La gente iba de un lado a otro enloquecida a pie, en bicicleta, en moto, en auto.
Trozos de conversaciones, gente que se llevaba las manos a la boca o se tocaba las sienes. Sirenas, helicópteros, pedazos de fachada o de balcón. Vidrios tirados en la banqueta, el 19 de septiembre otra vez: piedras y varillas en donde antes hubo un edificio.
No tenía señal, no había visto los mensajes que informaban el derrumbe de bardas y edificios en Laguna de Términos, Avenida Coyoacán, la calle Escocia, Álvaro Obregón, Eugenia, Petén, Gabriel Mancera, Yácatas, Calzada de las Brujas, Ermita Iztapalapa, Viaducto, Medellín, Calzada de Tlalpan, Lerdo, Mina, Chimalpopoca, Ámsterdam, Oaxaca.
Pero supe que algo muy malo había ocurrido cuando hallé a los pacientes del Hospital Durango en el camellón, recostados en sus camas con sueros y tanques de oxígeno.
No voy a olvidarlo, no lo podré olvidar jamás, un hombre muy débil y muy pálido miraba con los ojos perdidos a las ramas y al cielo. Conté siete camas en el camellón y vi a los familiares de los enfermos muy cerca de ellos secándose la nariz y sin poder entender por qué además de todo debían pasar por eso.
En los OXXO cercanos, se había acabado el agua, la gente pedía medicinas, sal, cobertores, linternas, picos, marros y palas. Caminé por Puebla, Valladolid, Ámsterdam, Cacahuamilpa.
El Ejército y la Marina habían acordonado los lugares críticos, pero la gente seguía llevando ayuda y continuaba esperando cerca de los escombros.
Aplaudieron a un grupo de estudiantes de la Facultad de Medicina que llegó a Álvaro Obregón “para lo que se ofreciera”. Acomodaron botellas y garrafones de agua, latas de atún, bolsas de pan, cobertores y cajas con medicinas.
Iba ya a oscurecer y los vi allí como aquel día: hombres y mujeres levantaban la ciudad otra vez, todas las veces que haga falta.