Diciembre 22, 2024
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¿México necesita fiscal moral?

IMPULSO/Ignacio Morales Lechuga

Opinión

No hay norma sin sanción, dice el adagio jurídico. Y uno imagina que una constitución moral tendrá necesidad de contar con el apoyo de una Fiscalía Moral de la República, de tribunales especiales en la materia e incluso —por qué no— de una sala especializada para juzgar desde la Suprema Corte amparos por desobediencia moral.

¿Habrá juicios por no amar al prójimo lo suficiente? ¿Un hermano demandará a otro por fraternidad mal correspondida? ¿Esposas y esposos furibundos o llorosos acusarán a su cónyuge por escaso amor?

Más allá de la parodia —útil por descriptiva— la propuesta de celebrar un Congreso Constituyente para diseñar una Constitución Moral va más allá de la desmesura y del simple distractor de atención y se inserta en la concentración del poder.

Los gobiernos democráticos no tienen autonomía moral. Pueden impulsar leyes, pero no crean sus propios mandamientos morales, no sin repetir trágicas historias y lecciones duramente vividas el siglo pasado.

AMLO y sus seguidores quizá no se han dado cuenta. El Estado no tiene, hasta ahora, facultades para legislar en materia moral, de entrada porque ello afectaría gravemente la libertad de pensar y de actuar.

La historia reciente enseña que reglamentar la moral corresponde al siglo en que intentaron hacerlo los dictadores Hitler, Stalin, Kim Jong il, Fidel Castro, Hugo Chávez y quienes, desde el poder hicieron a un lado a las iglesias y a las religiones para asumir el monopolio de la moral pública y dictaron normas de convivencia, incluso en la familia. La “moral popular”, así entendida termina por aceptar todo aquello que favorezca y apoye a un régimen dictatorial y a su teocracia revolucionaria.

La historia demuestra que es, de entrada, chocante convocar siquiera a un Constituyente para elaborar una Constitución Moral que establezca lo que es bueno y lo que no, e irrumpa en las esferas entre vida pública, vida privada y vida íntima hasta confundirlas y destruirlas.

En lo que hasta hoy se sabe de la propuesta es amplia la convocatoria para realizar un Constituyente Moral en nuestro país, un congreso, se ha dicho “…con especialistas en la materia, (sic) filósofos, psicólogos, sociólogos, antropólogos y cualquiera que tenga algo que aportar incluyendo ancianos de comunidades indígenas, maestros, maestras, padres y madres de familia, jóvenes, escritores, empresarios, defensores de derechos humanos y practicantes de distintas religiones”.

En el engendro resultante ¿tomarán parte los integrantes de las cámaras de Diputados y Senadores? ¿también los miembros del gabinete, los políticos arrepentidos de ejercer el poder, súbitamente convencidos de limitar excesos, la corrupción, la mentira y todo aquello que contravenga la “nueva moral”?

Kant propuso una serie de “principios éticos objetivos” por encima de la religión y la cultura. El tema obliga a revisar la teoría. Aun ahora subsisten extendidas confusiones entre ética y moral. Entendida como la moral llevada al plano social, una conducta ética busca establecer verdades que se mantengan independientemente del contexto en que se apliquen.

En México se intentó tímidamente en el siglo XIX introducir una codificación moral por Ignacio Ramírez, “El Nigromante” y por Benito Juárez; y en el XX por Alfonso Reyes, cuando propuso una cartilla de buena conducta, que sirvió de base para establecer la materia de civismo e impulsar la alfabetización, la educación, el conocimiento y el saber y promover la respetuosa relación del individuo con sus semejantes. Nada qué ver con lo que hoy se ha presentado por quien encabezará al nuevo gobierno federal.

Me atrevo a levantar la voz en contra de una propuesta contraria a un derecho fundamental del ser humano: la libertad de pensar y de expresarse.

Confundir normas morales, jurídicas y religiosas y atribuirse la autoridad de intervenir en nuestras vidas, libertad y decisiones niega el Derecho, pervierte la vida pública, crea la falsa ilusión de que las leyes no sirven para regular a la sociedad e introduce la falacia de que bastan las reglas aprobadas por un gobierno y un contingente “suficiente” de “mayorías iluminadas”, para “moralizar” a un país que no ha logrado hasta ahora cumplir y hacer cumplir las leyes legitimadas democráticamente y sentar condiciones de justicia que lo lleven a superar sus múltiples calamidades.