Luis de Tavira lleva más de medio siglo dedicado al escenario, como dramaturgo, director, actor y maestro
Los caminos del arte son misteriosos, como “la senda del viento”. Hay quienes desde un inicio se disponen a andar por ellos con la idea de hacer una gran obra, pero también están los que son conducidos por el flujo de las circunstancias, como si una mano invisible guiase sus pasos.
Para el reconocido pedagogo, director, dramaturgo y actor Luis de Tavira sul tránsito en el teatro fue un tanto así. De hecho, sus planes en realidad eran otros: ordenarse como jesuita, dedicar su vida a la fe y seguir los valores de la educación y la justicia.
Hoy, con más de 50 años de experiencia, durante los cuales ha dirigido más de 100 obras y escrito poco más de una docena de textos para teatro, además de desempeñar una larga labor como pedagogo teatral y ser uno de los principales impulsores de instituciones dedicadas a la promoción del arte escénico en nuestro país, De Tavira ―que en septiembre cumplirá 75 años― es uno de los personajes centrales no sólo del teatro sino de la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo pasado y lo que va de este.
“Yo siento que mi ejercicio apasionado por la creación escénica es un elogio al riesgo. A ese salto al vacío que implica la búsqueda común. Yo nunca he hecho un teatro confortable, no he buscado el camino fácil, creo que el teatro obedece en la ley de la mayor dificultad. Esto supone vivir en una constante zozobra, pero al mismo tiempo en una enorme ilusión”, afirma sobre los años que ha dedicado a esta disciplina.
Como si con sus manos dirigiera en el aire los movimientos de sus propios recuerdos, el maestro De Tavira cuenta en entrevista con El Sol de México, que su primer acercamiento al teatro sucedió como un “juego de niños”, con sus muchos hermanos, en su casa en el entonces Distrito Federal.
“No teníamos televisión por la postura política de nuestro padre. Un poco para compensar esa prohibición, él nos dejaba ir al cine, y, una vez que regresábamos a la casa, decidíamos cuál de las películas nos había gustado más y nos proponíamos rehacerla entre nosotros. Así fue como aprendimos a vivir la ficción, jugando”, cuenta en un receso de los ensayos en el Centro Nacional de las Artes para su próximo montaje.
“Lo más gozoso era que juntos inventábamos mundos; decíamos que jugábamos al cine, pero en el recuerdo de aquella experiencia tan gozosa lo que veo hoy es que hacíamos teatro. Siento que ahí hay una experiencia importante que anticipa lo que mucho tiempo después, sin que yo me lo procurara, me alcanzó”, relata el director, sin poder ocultar un gesto de cariño, al recordar sus representaciones de películas como Tarzán de los monos (1932) o El motín del Caine (1954).
Pasaron los años y el teatro seguía al acecho. Cuando el joven De Tavira entró al colegio jesuita Instituto Patria, que hoy ya no existe, tuvo la oportunidad de participar en obras de teatro que se impartían como parte del programa educativo.
De este periodo, alrededor de sus 13 años, recuerda lo que para él es “un hecho insólito”, y que hasta cierto punto fue su primera tabla en los escenarios, pues participó como parte del montaje en una representación de una zarzuela sobre la vida del pintor Francisco de Goya, bajo la dirección de Plácido Domingo padre, en compañía de Plácido Domingo y Pepita Embil, madre del célebre cantante.
Terminada la preparatoria, pidió entrar a la Compañía de Jesús, “por una experiencia personal e interior, donde sentí la inspiración a una visión del mundo y una relación claramente espiritual con él”. Fueron esos tiempos también cruciales, pues, tras cruzar el noviciado estudió letras clásicas y ciencias: “Ahí fue donde sentí una atracción de mayor hondura hacia el teatro, por la dimensión enigmática que surge en la visión de lo humano que funda Sófocles”, afirma.