IMPULSO/Gabriel Guerra
Opinión
El dos de abril se observó el Día Mundial de Concientización sobre el Autismo, muchos usaron alguna prenda de color azul, muchos edificios públicos se iluminaron de ese color, por un día, muchos medios se llenaron lo mismo de análisis e información que de expresiones de apoyo y solidaridad, todos con las mejores intenciones. Algo similar sucede con otras fechas emblemáticas a lo largo del año, ya sea que se refieran a discapacidades, enfermedades, condiciones de vida o derechos de minorías. Se escoge algo emblemático, sea un color o una imagen o una campaña ocurrente, se genera atención entre algunos, discusión seria entre otros y algunos casos aislados de compromisos concretos de cambios en políticas públicas o en conductas socialmente progresivas.
A pesar de años y años de esfuerzos de explicación y concientización y de cabildeo de organizaciones de la sociedad civil o de individuos comprometidos, es triste ver cómo naciones con niveles medio o medio/alto de desarrollo, como México, tienen carencias lacerantes en materia de políticas y prácticas incluyentes para personas con discapacidades, enfermedades o condiciones de vida. Para tratar de ser claro, yo entiendo como discapacidad algunas limitaciones con frecuencia físicas, como por ejemplo la ceguera, la pérdida de movilidad o de miembros o las que afectan el desarrollo mental o cerebral. Una enfermedad (para los efectos de esta conversación) podría ser el VIH/SIDA, las progresivas o incurables, ya sean físicas (cáncer, diabetes, distrofias, etc.) o mentales (esquizofrenia) y después tenemos aquellas condiciones de vida que pueden o no ser enfermedades o discapacidades, desde las muy comunes y razonablemente fáciles de atender (como una miopía severa), hasta las mucho más complejas, no necesariamente por sus características, sino por las barreras y obstáculos que el mundo coloca a su camino, en esta última categoría veo por ejemplo el autismo, el Síndrome de Down, la ceguera o discapacidades motrices.
Muy probablemente me equivoque en mis definiciones, pero creo que es importante que la gente como yo, que no somos expertos o conocedores del tema, pueda comenzar a abordarlo con parámetros mínimos de entendimiento y con esfuerzos conscientes por evitar y combatir la estigmatización. Existen seguramente definiciones mucho más profesionales y estudiadas que la que yo acabo de dar. Vivimos en un país en el que ser diferente, ser minoría, o sufrir de alguna situación o condición discapacitante es vivir en profunda desventaja o en franca exclusión. Las barreras físicas son muchas, la falta de políticas públicas suficientes y debidamente consultadas con expertos y afectados también.
La primera responsabilidad recae, por supuesto, en los distintos poderes y niveles de gobierno, desde el más alejado síndico municipal, gobernador o legislador hasta el presidente de la República. A cada uno de ellos le toca un pedacito de culpa o de merito, mucho más lo primero que lo segundo. Esas culpas también las cargamos la sociedad y cada uno de nosotros cuando dejamos de hacer “nuestro” pedacito, esa parte que nos corresponde: desde el gran empresario que no ofrece oportunidades de empleo o las limita hasta el ciudadano que no repara en que la entrada de su estacionamiento/casa/edificio/comercio es inaccesible. Ese desinterés se convierte en discriminación activa que afecta cotidianamente a personas con discapacidades, indígenas, minorías sexuales, madres solteras, migrantes, adultos mayores, indigentes, hechos a un lado todos los días. Pero, ¿qué podemos esperar cuando todos los días denigramos ya no sólo al que es diferente, sino hasta al que piensa diferente que cada uno de nosotros? Lo distinto, lo que se sale de la norma, es lo que nos hace mejores a todos. No hay belleza, no hay virtud, en la perfección.