IMPULSO/Hernán Gómez Bruera
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El próximo domingo Morena, celebrará su Congreso Nacional, donde tendrá que definir las implicaciones de pasar de la oposición al gobierno. ¿Podrá ese partido mantener características de un movimiento social frente a esta nueva realidad? ¿Conservará sus rasgos distintivos o terminará pareciéndose a las demás fuerzas políticas?
En noviembre de 2012, Morena decidió por una amplia mayoría conformar un partido político, frente a una minoría que prefería mantenerse como un movimiento. Se optó finalmente por crear un “partido-movimiento”, es decir, una fuerza con un pie en la esfera electoral y otro en la movilización ciudadana; una organización capaz de sostener “la flexibilidad de un movimiento y la capacidad política de un partido”.
Parte importante del éxito electoral de Morena en la última elección tuvo que ver con la labor hormiga de miles de militantes voluntarios que se movilizaron en todo el país, casa por casa y sección por sección para convencer a miles de ciudadanos sin partido de sumarse a un nuevo proyecto político. Esa labor incluyó un trabajo político de formación y concientización que hoy pocas fuerzas políticas llevan a cabo. El acompañamiento regular de López Obrador –que llegó a visitar de tres a cuatro municipios diarios en los últimos años –, permitió eventualmente crear 68 mil comités en todo el país, un trabajo territorial sin precedentes para un partido de izquierda en México.
Pocas veces, las organizaciones partidarias experimentan tantos cambios como cuando llegan al poder, así lo muestra la experiencia histórica, desde los partidos socialdemócratas europeos hasta los partidos de izquierda en América Latina. Los partidos-movimiento no son una excepción, allí está el caso de los verdes en Europa o el MAS de Evo Morales en Bolivia, que se burocratizaron al formar gobiernos y se alejaron de la movilización social.
Dos alternativas diametralmente opuestas podrían perfilarse para el futuro de Morena: la primera es que el partido se convierta en una organización enteramente subordinada al Gobierno, que pierda capacidad crítica y respalde cualquier decisión proveniente del obradorismo, independientemente de si se trata de una propuesta progresista o retardataria (no olvidemos que el futuro Gobierno incluirá tanto perfiles de izquierda como de centro y derecha). En un escenario así, la base social de Morena y sus comités podrían convertirse en estructuras que gestionen demandas concretas en una lógica clientelar, pervirtiendo así el objetivo para el cual fueron creadas.
La segunda posibilidad es que Morena mantenga una cierta independencia frente al próximo Gobierno y se resista a convertirse en una mera correa de transmisión. Aunque difícilmente el partido será independiente de López Obrador, se antoja posible tomar cierta distancia de su gobierno a partir de una lectura realista sobre la naturaleza política del obradorismo: esa construcción política pragmática, más amplia que Morena, que incluye ideologías diversas, como escribí en mi última entrega (https://goo.gl/5zMJDV).
En esta lógica, la base social de Morena podría apoyar el Gobierno de López Obrador allí donde éste impulse políticas progresistas, pero jugar un papel crítico frente a eventuales decisiones que no estén en esa línea. En un escenario así, Morena podría ser un factor de presión dentro del obradorismo (donde lo mismo hay cuadros de origen social que empresarios o antiguos representantes de gobiernos neoliberales) para exigir el cumplimiento del programa político que ganó en las urnas.
Para ello, los comités territoriales de Morena deberán tener vida propia y constituirse en espacios de discusión política capaces de impulsar un proyecto de izquierda dentro de un gobierno en el que el progresismo será sólo una parte dentro de una ecuación política más compleja. Las decisiones que se tomen en el Congreso Nacional de Morena del próximo domingo tal vez permitan anticipar si el partido se mueve en una u otra dirección. @HernanGomezB