IMPULSO/ Octavio Raziel
Buitres
El urólogo del Hospital Central Militar donde me extirparon un tumor maligno me dio la noticia de que no encontraron células cancerosas, pero dijo: “Recuerde que ese bicho no tiene palabra”. Mientras, sentí que los zopilotes se alejaban de mi cabeza.
Las mañanas, después de dar gracias al Creador por permitirme ver, una vez más la luz del día, salgo al jardín y, con frecuencia observo zopilotes que revolotean en los cielos de mi rumbo.
Los zopilotes formaron parte de mi cultura infantil. Les veía pasear por el camino —aún de tierra- que llegaba hasta el pueblo de la abuela. Eran muchos, parvada que elevaba el vuelo con dificultad; pero ya en el aire, extendidas sus alas de metro y medio de envergadura, giraban y giraban. Su cabeza gacha en busca de alimento: un perro, un burro o cualquier animal muerto.
Zopilotl, el comedor de inmundicia según la etimología náhuatl; como el ser humano, es carroñero.
En la básica nos habían dicho que era un ave benéfica para la salud humana al ayudar a deshacerse de los cadáveres insepultos. No obstante, con los años, estas aves fueron desapareciendo después de atribuirles virtudes curativas; decían que sanaban desde el cáncer hasta el mal de amores.
Los buitres han devorado la muerte, pero hace años que a ellos es a quien la muerte por hambre devora. La modernidad trajo también la recolección de desechos cárnicos de las calles o de los campos. La lucha de ratas, perros callejeros –y hasta de seres humanos desamparados- por alcanzar los pocos desperdicios que la sociedad tira les ha dejado sin alimento.
Así como los productores de trigo de Zacatecas, importaron coyotes para frenar la población de conejos y ratones que diezmaban las cosechas; en algunas regiones del país buscan ahora proteger a esas feas aves que tanto bien nos hacen.
En las viejas películas, era común que el héroe supusiera la presencia de un moribundo en el desierto por los buitres que rondaban en el cielo y apuntaban hacia el próximo desayuno.
Los zopilotes americanos, como los buitres europeos han servido para elaborar innumerables historias. Franz Kafka escribió un pequeñísimo cuento con ese nombre: “Buitres”. Recuerdo esa lectura de juventud: El animal picotea los pies del joven, y cuando descubre cómo matar al ave, ésta se lanza contra su boca y muere –el buitre- ahogado en la sangre del protagonista.
En 1994, Kevin Carter obtuvo el premio Pulitzer de periodismo con la fotografía en la que se ve a un niño sudafricano a punto de morir mientras un buitre aguarda, espera, acecha, aguarda la hora de la comida. Tres meses después de recibir el premio y de ser cuestionado (“¿y tú qué hiciste por ese niño?”), se suicidó en su pueblo, viendo hacia el río que era su refugio infantil.
No falta quien haga la advertencia de que pudieras tener tú, ya, en este momento, un buitre volando cerca y no te has dado cuenta.