Diciembre 25, 2024
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La vida como es…

IMPULSO/ Octavio Raziel 

Abuelitas

Recuerdo que cuando me despedí de mi abuelita, los canarios y cenzontles callaron intempestivamente. El viento, que serpenteaba entre los árboles, de pronto paró de correr y silbar.

-No nos volveremos a ver mi’jo -dijo Jose (como cariñosamente le decíamos los nietos a la abuelita Josefina)

 -Tú vivirás muchos años más -contesté.

-Voy con el siglo, y éste no dura más de cien años- agregó la abuela en broma, mientras ponía expresión de magia en su cara y me daba lo que fue mi última bendición.

Al salir, una vez más los pájaros reanudaron sus gorjeos, sus trinos y cantos que alegraban los patios de la casa; y el viento reinició su sisear entre las ramas de los capulines y las moreras.

Hay abuelas malas, desalmadas, como la de La Cándida Eréndira, de la novela de García Márquez, y otras buenas, como el dulce. Corrí con buena suerte pues tuve una malvada abuela, otra maravillosamente buena y sabia, y de pilón, una abuelastra, que fue todo amor.

Cuando se fue Jose, quedó un enorme vacío en la casa de Oaxaca. El sonido del viento entre los árboles del jardín no era el mismo y el silencio era roto sólo por la cotorra que repetía la frase de la abuelita cuando escuchaba la llegada de alguna visita: ¿Quién por a’i? ¿Quién por a’i?

Ese silencio, para quienes hemos perdido a la abuela, nos da la oportunidad de meditar, no en lo que nos faltó hacer por ella, sino en aquilatar lo que ella hizo por nosotros. Recordar los consejos que afloraban espontáneos, sabiduría emanada de esas canas y arrugas que, pensábamos, habían nacido con ellas y que se nos hicieron familiares desde la infancia.

Cuentacuentos con recuerdos que enriquecieron nuestra vida.          Son los abuelos los que presumen a los nietos, como medallas al mérito, ganadas en las batallas de la vida.

Los nietos, se ha dicho, son la recompensa por llegar a viejos; ellos son la garantía de nuestra perpetuidad en esta vida. 

Los abuelos, con su presencia, nos abren las puertas a la travesura y al encanto de la indisciplina. Así, cuando entran los abuelos en la casa, la disciplina escapa por la ventana. Son ellos quienes suplen a los padres en la iniciación y educación en la fe; el respeto a lo insondable, a lo misterioso que significa el conocimiento de Dios. Cuando están cerca de los chiquillos, salpican de polvo de estrellas su vida, iluminan sus sonrisas.

Su misericordia es enorme, pues por mal que los nietos se porten, siempre habrá una puerta abierta, un consejo o una caricia inmerecida. Claro que los hay a los que por sus acciones les gritan: “ese no tuvo abuela”

No te preguntes qué te faltó darle, pregúntate cuánto te dio, y verás que el balance siempre estará a su favor. Nadie puede hacer por los niños lo que hacen los abuelos. 

Que recordarles signifique esbozar una sonrisa y, por qué no, soltar una carcajada por sus comentarios o acciones que, en más de una ocasión, nos parecieron inocentes y hasta infantiles.

Hay mujeres que dicen que de haber sabido cuán maravilloso es tener nietos, los hubieran tenido desde hace tiempo. A los nietos los quieren con la paciencia y la experiencia que el tiempo les dio.

Cuando murió Jose, las botellas y platos acomodados en un anaquel de la casa de la tía Eloísa comenzaron a moverse solos. La tía-abuela vio esto como un mensaje, una señal. Sin inmutarse, entendió el aviso: “Ya falleció mi hermana” le dijo al tío Norberto, al tiempo que se dirigía a la sala donde estaba la Virgen de la Soledad. Encendió la lámpara de aceite y rezó en silencio. Las brillantes lágrimas que corren por las mejillas de la Virgen de la Soledad no se han secado. Tal vez, aún no le han dicho que su hijo resucitó al tercer día.

 

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