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IMPULSO/ Octavio Raziel

Acuse de Recibo

Las Cruzadas

Las cruzadas vistas por los árabes, de Amin Maalouf (*), es la historia sobre dos centurias que, a diferencia de otros encuentros culturales, no logró la integración que la historia esperaba. Miles, cientos de miles de hombres, mujeres y niños decapitados de ambas partes pudieron formar un río de sangre en las arenas del desierto.

 

El libro desvela la lucha de los francos contra pueblos árabes fraccionados que se negaron a abrirse a las ideas llegadas de Occidente, incapaces de asimilar los conocimientos de los europeos.

Mientras que para Europa, las cruzadas fueron la señal para dominar el mundo de forma progresiva, para los árabes fue, tal vez, el tañer de campanas a duelo. Concurrió el comienzo de una verdadera revolución económica y cultural para unos, y para otros desembocó en largos siglos de decadencia y oscurantismo.

Gobernados siempre por extranjeros –incluso sus principales héroes-, los pueblos del Levante no consolidaron una verdadera nacionalidad.

El libro, lleno de relatos escritos por testigos de esos tiempos, va desde la llegada de Pedro “El Ermitaño” y sus desarrapados a principios del S. XI hasta la caída de Acre en el S. XIII.

Durante los primeros asedios a la Ciudad Santa, la barbarie se mezcló con el fanatismo, llevado a los más grandes extremos con degollinas a más no poder. Los triunfos de los occidentales terminaban en numerosos actos de canibalismo, especialmente en la ciudad de Maarat (1098).

El cronista franco Raúl de Caen confiesa que “los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían”. Bandas de franys fanatizados se diseminaban por la campiña clamando que querían comer la carne de los sarracenos. El episodio de Maarat se ha convertido en una herida que no se ha cerrado en siglos.

La invasión a Tierra Santa dio el primer zarpazo a Jerusalén el 15 de junio de 1099, donde guerreros rubios con armaduras se dispersaron por las calles con la espada desenvainada degollando a hombres, mujeres y niños. En la judería, los hombres trataron de defender su barrio, pero rápidamente fueron rodeados en su sinagoga, donde los franys apilaron leña y prendieron fuego al lugar.

Luego siguieron Antioquía y Alepo, donde no dejaron ser viviente. El saqueo de las primeras ciudades tomadas por los invasores avivó su codicia. Oro, plata, caballos, esclavos y mujeres para su servicio eran el botín de guerra que animó a la consecución de más cruzadas durante doscientos años. En Santa Sofía, una prostituta francesa vestida de Papa interpretaba canciones obscenas sentada en un altar mientras la soldadesca violaba a las monjas y degollaba a los sacerdotes.

La guerra no unió a Levante. Suníes y chiitas no rompieron el cisma que databa del S. VII, pleito intrafamiliar iniciado a la muerte del Profeta. Mientras, sultanes y califas peleaban por el poder sin lograr consolidar un Gobierno que aglutinara a todas esas tribus.

Sólo la llegada de Saladino dio forma a la lucha contra los franys, a los que se había unido el rey de Inglaterra, Ricardo, quien, al participar en la toma de Acre, reunió ante los muros de la ciudad a dos mil setecientos soldados de la guarnición junto con trescientas mujeres y niños de sus familias.

Los francos se ensañaron en ellos con sus sables, lanzas e incluso a pedradas para que no quedara uno sólo vivo. Ante esto, Saladino tomó la revancha y le hizo ver su suerte a Ricardo, que tuvo que salir con la cola entre las piernas de Oriente, eso marcó, además, el principio del final de las cruzadas.

Las tierras del Medio Oriente fueron abandonadas por los franys, poniendo fin a dos siglos de presencia francesa en la región. Más adelante, fueron invadidos por los mongoles, expulsados a su vez por los mamelucos (turcos), pero eso fueron otras historias.

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