Diciembre 25, 2024
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La resistencia

IMPULSO/Arturo Sarukhán
Toluca

Nuestro discurso político cotidiano y la narrativa prevaleciente sobre políticas públicas tienden a perpetuar la noción de que es el Estado-nación donde radica el verdadero poder en las sociedades. Derivado de una premisa popular más acorde con el siglo pasado, se tiende a concebir a gobiernos nacionales en capitales como los que determinan el destino nacional, promulgan leyes y definen prioridades estratégicas.

Pero, en el siglo XXI, este paradigma ha quedado totalmente rebasado, estados —y particularmente ciudades— son los nuevos centros gravitacionales de poder y la esperanza más prometedora para la reinvención de la política pública y la supervivencia de la democracia liberal, incluyente, plural, tolerante y abierta.

En momentos en que todas las miradas están puestas en la capital estadounidense y en lo que hace —o deja de hacer— Donald Trump, hay que ver más allá de Washington para atisbar los diques y contrapesos políticos reales al Gobierno federal y los aliados y liderazgos en toda una serie de agendas que son relevantes, tanto para millones de estadounidenses como para los intereses de muchas otras naciones, incluyendo México.

Estamos atestiguando un movimiento tectónico del Atlántico al Pacífico, y Estados Unidos —incluso a su interior— no es ajeno a este cambio geopolítico paradigmático con un corrimiento del poder económico y político del este hacia el oeste. Así como el peso de los Goldman Sachs, GE y Ford en la costa este y el centro del país ha sido suplantado por el de Google o Apple al oeste, los estados en la ribera del Pacífico están emergiendo como el nuevo eje nacional de narrativas sociales y culturales y de imaginación, innovación y emprendimiento en todos los campos.

En el proceso, California en particular se está erigiendo en el líder del combate a políticas públicas instrumentadas en este arranque de 2017 por la administración Trump, desde cambio climático y comercio internacional, pasando por las llamadas ciudades santuario, la política migratoria, de asilo y refugio hasta la reforma en materia de salud. Trump perdió California por cuatro millones de votos, el Estado más grande del país con una población de 39 millones de habitantes, un PIB de 2.4 billones de dólares y una asamblea estatal en manos demócratas con un margen de dos tercios.

El desplazamiento del centro de gravedad del poder en Estados Unidos hacia el oeste del Río Mississippi también se está dando como resultado de cambios en patrones demográficos y el declive, patente en la elección presidencial de 2016, del peso del voto de cuello azul en el Partido Demócrata.

El voto hispano, al alza en Nevada o Colorado —estados profundamente republicanos por décadas— ya los decantó a favor del Partido Demócrata en tres elecciones presidenciales consecutivas. Y nuevos liderazgos demócratas en el oeste explican por qué, cuando se habla del futuro, Jay Inslee, John Hickenlooper o Steve Bullock son gobernadores de Washington, Colorado y Montana, respectivamente, o Kamala Harris es senadora por California y Jeff Merkley senador por Oregon, los que —con algunas otras excepciones— suenan para enarbolar la causa del partido.

En gran medida, esto obedece al mapa del Colegio Electoral que resultó de la elección presidencial de noviembre pasado. La costa oeste es uno de los pocos corredores restantes de fuerza del partido fuera del noreste, casi un tercio de los gobernadores demócratas provienen de estados occidentales.

En toda una serie de rubros, el alma y corazón del partido se han desplazado dramáticamente del este hacia el oeste: allí están sus bases y líderes políticos más jóvenes y multiétnicos, así como sus redes de recaudación de fondos y organización política más eficaces. El camino por delante está plagado de incertidumbre.

Dato
No existen soluciones fáciles al malestar y la disfuncionalidad que hoy caracterizan a la democracia estadounidense, ni respuestas claras para contener a Trump.

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