Diciembre 24, 2024
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La lección del feminismo

IMPULSO/ Sara Sefchovich

Columnista

Hace algunos meses, se presentó en Barcelona, España, una obra de teatro en la cual un actor blanco representaba a un personaje negro. El escándalo fue mayúsculo. Uno de los instigadores del mismo dijo: “Blanquear al personaje es escamotear un referente a las nuevas generaciones”. Hace también algunos meses, la feminista mexicana Marta Lamas, organizó un coloquio para hablar de su obra, que es sobre cuestiones de género y la lucha de las mujeres. Al evento invitó a participar como ponentes, solamente a varones porque, según dijo, quería escuchar a hombres comprometidos con estos temas y que han sido compañeros de ruta. El escándalo también fue mayúsculo por parte de mujeres y grupos feministas. Tanto, que uno de los invitados hasta lo calificó de “juego de odios”.

Según, quienes hacen estos escándalos, un negro sólo puede ser representado por un negro y una mujer sólo puede ser comentada por una mujer. Y lo mismo vale para las demás categorías de diferentes o de minorías en el mundo: no se puede hablar sobre un indio si no se es indio, sobre un joven si no se es joven, sobre Siria o Venezuela, sobre judaísmo o budismo, sobre maternidad, enfermedad, drogadicción, sobre ser víctima o delincuente, obrero o artista, pobre, gordo, lo que sea, si no es él mismo eso.

La razón que dan es la misma que le dio en su momento el Mahatma Gandhi a los occidentales que se fueron a India a apoyar su lucha: que las impresiones que se reciben en la niñez son las que echan raíces profundas en la naturaleza humana y por lo tanto son muy difíciles de erradicar o de cambiar. Es decir, lo que determina nuestra forma de vernos y vivir es la cultura a la que pertenecemos: el lugar y el momento en que nacimos. El sicoanalista francés Jacques Lacan dijo que “la primera identificación del sujeto con su imagen en el espejo implica que las demás identificaciones parciales no tendrán el mismo estatus simbólico, porque ésta proporciona cierto sentido de realidad y en el dominio imaginario se halla también un estadio previo a los ordenamientos sociales”.

Esa identificación primigenia hace que el sujeto posea una visión de la realidad diferente e incluso, hoy se considera que el cerebro elabora herramientas distintas que dan lugar a procesos mentales y a lógicas diferentes, de modo que quien no nació indio o mujer o negro, o quien no es víctima o enfermo; nunca podrán ver la vida como tales, y entenderla como tales. Y, sin embargo, otras teorías en cambio sostienen que sí es posible conocer al “otro” y todavía más, entenderlo y meterse en su piel, e incluso hasta representarlo. Hay muchos ejemplos en los que se demuestra que alguien que no es mujer, indio, negro, campesino, musulmán, drogadicto, delincuente, migrante, enfermo, homosexual, viejo o gordo puede entender muy bien a quienes lo son. Mejor a veces, porque así lo desea y eso le interesa, que a sus iguales.

Pero además, en el mundo occidental está de moda decir que queremos y podemos aceptar la diversidad, que no nos gustan los estereotipos ni aceptamos los esencialismos y que estamos abiertos a nuevas maneras de entender y de vivir la vida, más fluidas y menos encasilladas. Por eso, aunque no sé cuál de las dos teorías es la correcta, sí sé que no me gusta lo que está pasando, de invertir los patrones que criticamos, en lugar de romperlos.

Tanta lucha y tanto discurso no puede y no debe terminar en hacer lo mismo pero al revés y decir que sólo las mujeres entienden y representan a las mujeres, los negros a los negros, los indios a los indios. Y lo digo hoy, cuando recién celebramos el Día Internacional de la Mujer, porque si algo nos enseñó precisamente el feminismo es, parafraseando a la economista Joan Robinson, que “su propósito no es adquirir una serie de respuestas ya establecidas para ciertos asuntos, sino evitar que esas respuestas nos engañen”.