IMPULSO/ Catalina Pérez Correa
Mucho se ha dicho y escrito sobre el nombramiento de la ahora titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, un proceso lleno de irregularidades que reprodujo las peores prácticas políticas de nuestro país. Desde el inicio, se señaló la falta de idoneidad de la candidata por su militancia en Morena.
Durante la votación en el pleno, desaparecieron 2 votos. De haber sido contados esos votos, Rosario Piedra no alcanzaba la mayoría calificada necesaria para ser nombrada titular de la CNDH. En un intento por limpiar el proceso, el coordinador de los senadores de Morena, Ricardo Monreal, anunció una nueva votación. Sin embargo, esta votación nunca se llevó a cabo y terminó validándose el fraude. Luego nos enteramos que Rosario ni siquiera cumplía con los requisitos señalados por la Ley de la Comisión que establece como requisito para ser presidente de la institución: “No desempeñar, ni haber desempeñado cargo de dirección nacional o estatal, en algún partido político en el año anterior a su designación”. Como señaló Ricardo Raphael en este mismo diario, hasta octubre de 2019, Rosario formaba parte del Comité Ejecutivo Nacional de Morena, órgano máximo de dirección del partido. Su pertenencia a dicho Comité la descalifica para ocupar la titularidad de la CNDH. Días más tarde, legisladores de los partidos de oposición acusaron que la señora Piedra omitió esa información en la síntesis curricular que entregó al Senado y que incluso firmó un documento declarando no haber desempeñado un cargo de dirección en partido político alguno durante el último año.
Se había prometido un proceso distinto, transparente, ejemplar. Se llevó a cabo uno vergonzoso con simulación, trampas, “cuatismo”, intromisión del Ejecutivo y sumisión a sus deseos. Quedó evidenciado que la prometida transformación no tocó las prácticas políticas que tanto han dañado a la justicia y la legitimidad del Estado mexicano.
El proceso también mostró el débil compromiso que hay, fuera de la política, con el Estado de derecho. Si bien una parte considerable de la sociedad civil rechazó el nombramiento por fraudulento, otro tanto lo avaló —o estuvo dispuesto a ignorar las irregularidades— porque Rosario le parecía un buen cuadro.
Estas reacciones ambivalentes frente a la ilegalidad son preocupantes porque muestran que el cambio no se entiende como hacer las cosas de manera diferente. No se trata de someter la voluntad política a un régimen legal que rige y obliga a todos. No es tampoco un compromiso a que el derecho sujete al poder. Se trata más bien de un cambio de quienes ostentan el poder. Si antes estaban mal los nombramientos realizados a partir de negociaciones en lo obscurito, era porque quedaban ahí indeseables, no porque la forma en que llegaban era incorrecta. Lo relevante por tanto no es la construcción de instituciones, sino que quede al frente una cara amiga. Es el viejo “quítate tú para que me ponga yo”.
Algo similar vimos en las discusiones en torno a la creación de la Guardia Nacional. Cuando fue la aprobación de la Ley de Seguridad Interior hubo un rechazo claro a la ampliación de facultades de los militares. Una vez que AMLO fue nombrado presidente, los riesgos de crear un cuerpo militar con pocos controles civiles, dejaron de ser relevantes. “Él es un hombre bueno que no va a ordenar matanzas”, dijeron quienes antes resistían la ampliación de la presencia militar.
Parecemos olvidar que corrupción e impunidad son posibles porque existe un espacio para elegir, discrecionalmente, cuándo y a quién aplican las normas. Avalar la ilegalidad cuando nos conviene, posibilita el abuso y la arbitrariedad. Viene ahora un nuevo nombramiento para la Corte Suprema. Nada hace pensar que los senadores de Morena se comportarán de forma diferente a como lo hicieron con la CNDH. Sin embargo, desde la sociedad podemos exigir un proceso transparente y razonado; un proceso en el que la trayectoria y capacidad de las candidatas —y no el “cuatismo” o la voluntad presidencial— guíen la elección de la próxima ministra.
Twitter: @cataperezcorrea