IMPULSO/ Mario Melgar Adalid
La inesperada renuncia de Eduardo Medina Mora a la Suprema Corte pone nuevamente sobre la mesa nacional la necesidad de avanzar en la reforma judicial. Más allá de las consideraciones personales y del drama que debe vivir el otrora fulgurante funcionario público, vuelve al debate la justicia mexicana.
Para Medina ha sido darse cuenta que todo lo alcanzado en una ascendente carrera política, diplomática, administrativa y judicial se fue al precipicio. En efecto, nada de Medina Mora puede rescatarse. Nada hubiera pasado si hace cinco años se hubieran aplicado los preceptos constitucionales que impedían su nombramiento.
La Constitución señala que para ser ministro se necesita: “haber residido en el país durante los dos años anteriores al día de la designación”. Medina no residía en el país, era embajador en Washington DC. Sus atributos políticos entonces (2015), su liga con Fox, Calderón y Peña Nieto hacían del texto constitucional una minucia inmerecida de atender.
Por aquellos días del esplendor peñista escribí en EL UNIVERSAL en contra del desaseo: “los ministros para serlo deben haber residido en el país los dos años anteriores a la designación. La teoría aducida de que las embajadas son territorio del Estado representado es algo que no afirmaría ningún estudiante de derecho. La doctrina internacionalista establece que lo que existe es una situación particular en que el Estado que recibe embajadores, acepta no ejercer ciertos atributos de su soberanía sobre una parte específica de su territorio, pero de ninguna manera implica la extensión del territorio del otro país”. El Senado entonces violó la Constitución, el exministro ahora, está implicado en lavado de dinero.
El presidente debe proponer al Senado al candidato que sustituya al renunciante. Enfrentará la absurda regla de integrar una terna en la que uno de sus integrantes está anticipadamente designado. Así pasó con la elección de Medina Mora. A pesar de las protestas de un grupo de jueces y magistrado federales que se oponían a su nombramiento, se impuso la voluntad presidencial. Peña Nieto incluyó en su terna a dos magistrados federales, uno de los cuales, Hernández Orozco, declaró inicialmente que se pretendía hacer de la Corte un refugio de cuates. En unas cuantas horas, seguramente reprendido por su osadía, cambió de parecer, se tragó sus palabras, aceptó ser comparsa y conservó su cargo de magistrado federal.
El método de designación de los ministros es una de tantas modificaciones para una efectiva transformación del sistema judicial mexicano. El presidente no debe abdicar a la facultad de proponer al candidato a ministro, como sugieren algunas iniciativas de sus paniaguados (Góngora Pimentel) que rondan por ahí. Al presidente le corresponde proponer un candidato y al Senado designarlo o no. Si dentro de las obligaciones constitucionales del presidente está “facilitar al Poder Judicial los auxilios que necesite para el ejercicio expedito de sus funciones” se entiende que le corresponde proponer a quien deba ocupar el cargo.
Nuevamente se actualiza el tema de la independencia judicial. ¿Serán independientes los ministros 4T propuestos por el presidente y designados por el Senado? Sus sentencias tendrán la respuesta, pero lo cierto es que la renuncia de Medina Mora fortalece al presidente. Conforme avanza la gestión de AMLO la Corte se va integrando con ministros afines. ¿Qué tan independientes del poder serán? es algo que nadie puede garantizar, pero es claro que no se necesita perspicacia para darse cuenta de que el poder de AMLO abarcará pronto al contrapeso judicial.
El país requiere confianza a fin de que los ministros manejen los asuntos que se les planteen sin comprometer los principios básicos que sostienen a la república. Esos valores son el cumplimiento de la Constitución, las formas democráticas de gobierno, la protección de los derechos humanos. Para ello es indispensable un sistema judicial independiente.
@DrMarioMelgarA