IMPULSO/ Edgar Elías Azar
Si el deseo, en verdad, es el de construir una sociedad democrática moderna, debemos comenzar por entender a la justicia; en tanto función del Estado, en tanto una institución y un valor irremediablemente necesario para asegurar la libertad, la igualdad, la añorada paz y el bien común.
La justicia como valor es materia de todos: de gobernantes y gobernados, de políticos y empresarios, de jueces y legisladores, de niños, adolescentes y adultos. La justicia como valor no conoce fronteras ni naciones, no conoce tamaños ni tampoco jerarquías, no reconoce razas ni géneros. La justicia es el ideal más alto al que los individuos debemos aspirar. Para los griegos era una virtud, para los liberales modernos es una forma de justificar los principios básicos que nos deben regir en el ámbito público.
La justicia como función está estructurada por mecanismos jurídicos. Procedimientos que todos hemos debatido y que todos hemos aceptado. El procedimiento legislativo debería procurar objetividad en las decisiones parlamentarias. Está pensado para incluir a fuertes y débiles, para oír a todos y no desatender a nadie. A nadie.
Los procedimientos judiciales procuran imparcialidad y seguridad jurídica en las sentencias; que todos sean tratados de la misma manera, y que nadie sea juzgado por quien es sino por lo que hizo; implican juzgar conforme a leyes que todos reconocemos como válidas y no por criterios personales o subjetivos. La función de la justicia distributiva y social está guiada por políticas públicas y por diseños institucionales; por esos criterios mínimos que pretenden asegurar que todos seamos tratados como iguales en los servicios del Estado. Aquellas políticas que deben procurar que todos los mexicanos tengamos acceso a lo mismo y de igual manera. Y dar a cada quien de acuerdo con su esfuerzo o según su necesidad. Desde el poder del Estado, la justicia debe vernos como individuos libres y no restringirnos sin justificación alguna.
La justicia como institución es la representación que creamos de la misma. Es la imagen que las sociedades hacen de ella. Los pilares incólumes de un tribunal; las ventanas transparentes de un parlamento; la blancura de un hospital; la accesibilidad en nuestras calles. Pero también está el trato a la ciudadanía, el acceso a los servicios, la atención y el seguimiento de las demandas sociales. Las instituciones son la cara de la justicia.
Para cumplir con el ideal de la justicia no basta con cambiar la ley, con crear nuevas, ni con hacerlas mejores o con desaparecer las que no nos acomodan. Tampoco basta con levantar los ánimos de la ciudadanía con grandes palabras que no traen resultados. No es suficiente con criticar los procedimientos, ni con votar democráticamente sus contenidos. También es necesario cumplir con la parte institucional. Es necesario preocuparnos por la casa donde habitará, en la que será protegida y resguardada.
Si no cumplimos con estas tres facetas de la justicia, en realidad lo que estamos haciendo es mutilarla. Es burlarnos de ella. Es disfrazarla de carnaval en días que resultan muy serios en nuestra nación. Debemos tener cuidado, pues la justicia no llega a casa por sí sola. Hay que llevarla de la mano con trabajo y convicción. De nada sirve si sólo la pensamos o si sólo la plasmamos en ordenamientos divinos, en palabras proféticas y poéticas sin que éstas construyan camino. La justicia necesita de hombres y mujeres que la apliquen, que la protejan, que la respeten y que velen por su presencia. En estos tiempos en los que parece que mucho se ha perdido, resulta fundamental no restarle importancia a una noción sustantiva de la justicia. Dejemos los sofismas y la poesía, comencemos a hablar en serio.